El fantasma del divorcio
La reciente «Instrucción colectiva del episcopado español sobre el divorcio civil», aprobada en la 32.1 Asamblea Plenaria el día 23 de noviembre de 1979, ha parecido a muchos como la incipiente declaración de una guerra religiosa. Creo que no hay que perder los nervios y poner las cosas en su sitio.En primer lugar se nos ha dicho públicamente que vanos obispos han votado negativamente y algunos se han abstenido y, sin embargo, no han sido degradados de su función y ministerio episcopales. Lo cual quiere decir que no se trata de un «magisterio eclesiástico» totalmente obligante: hay resquicios para hacerle una crítica positiva. Y es urgente hacerla. En primer lugar se afirma rotundamente: «Las leyes que establecen y regulan la indisolubilidad no son una mera imposición de la sociedad ni brotan exclusivamente de un precepto religioso sobreañadido, sino de la entraña de la misma realidad conyugal. De ahí que las normas jurídicas deberán reconocer, garantizar y fomentar esta estabilidad del matrimonio, para estar de acuerdo con las exigencias de orden moral.» Esto, con otras palabras, viene a significar que la indisolubilidad intrínseca del matrimonio es de derecho natural. Ahora bien, a más de la precariedad de este concepto de «derecho natural», resulta que documentos más importantes del magisterio eclesiástico contemporáneo nos dicen lo contrario. Y así, por ejemplo, Pablo VI, a través de la carta enviada por el secretario de Estado a la 59ª. Sesión de las Semanas Sociales de Francia, escribía: «Y aquí concretamente se aclara la profunda verdad de la institución del matrimonio indisoluble. Para un cierto número de hombres, hoy día afectados por la precariedad de nuestra condición y los azares de los tiempos, un compromiso de carácter definitivo parece imposible y hasta incluso contrario a la razón. Ninguna sociedad antes del cristianismo o fuera de él, a lo que parece, se ha atrevido a establecer con todo rigor semejante institución, aunque corresponde al deseo secreto del corazón humano, íntimamente orientado a creeer en el matrimonio como una unión que dura siempre. Pero de este sentimiento al sacramento del matrimonio indisolubre existe una distancia que solamente es traspasada en Cristo y por El. En efecto, una unión que consiste en el reconocimiento y en su consentimiento mutuo que llegue hasta la raíz de los seres, por encima de sus méritos o deméritos, por encima de lo que hacen o dejan de hacer, no puede estar fundada sino sobre Aquél, que es el principio, el centro y el fin del tiempo. El sólo puede asegurar a los cónyuges contra los cambios que sobrevienen durante una larga historia en los sentimientos, en las ideas, en las cualidades, en los defectos y hasta en las mismas conductas. En la fe, los esposos se prometen fidelidad por encima de todas las vicisitudes que pudieran turbar su vida común. Y por la esperanza saben que el Señor les dará la fuerza de amar y, en caso necesario, de perdonar lo imperdonable: El, que ha sido el primero en amarnos (Jn 4,9-10; Rom 5.6-8). ¿No es éste el secreto y el trampolín del dinamismo de su amor, de un amor que es en este mundo el testigo del amor indefectible de Dios?» (L'0sservatore Romano, 5-4-1972).
En una palabra: para Pablo VI, solamente el cristianismo se ha atrevido a «fichar» por la indisolubilidad intrínseca del matrimonio, cosa que, según el mismo Papa, sólo se puede obtener mediante los refuerzos sobrenaturales de la gracia. Esto, equivalentemente, afirma que la indisolubilidad del matrimonio no es de «derecho natural». Por consiguiente, toda intromisión del cristianismo en este terreno es un intento de imponer la fe, siendo así que és.ta solamente se puede exponer, ya que es un mensaje revelado gratuito, no la deducción de un teorema científico o filosófico. No hay aquí espacio para darle al tema el tratamiento debido; pero es cierto que echamos de menos en el documento episcopal las matizaciones que documentos del magisterio eclesiástico y de teólogos suelen hacer a este respecto. Para ser muy breves, reconocemos que Jesús habló de la indisolubilidad del matrimonio, y así lo entendieron los apóstoles y discípulos. Pero esta indisolubilidad (eso sí, en el marco de la fe) no es metafísica, sino profundamente histórica. Y, como se insiste machaconamente en la, tradición paulina, «la ley está en función del hombre, no el hombre en función de la ley». Por tanto, la mayor o menor estrechez en la interpretación de este ideal de la unión marido-mujer ha de estar sometida al criterio liberador de la superioridad del interés del hombre por encima de cualquier institución, por venerable que se la considere. Así lo vernos ya en la actuación del propio Pablo, que aun reconociendo que iba más allá del «dicho» del Señor sobre la indisolubilidad, establece una apertura en la estrechez original de ella.
Finalmente, esto, en definitiva, coincide con la específica actitud de la Iglesia católica, que no hace de la Biblia un absoluto, sino un punto de partida, ya que el Espíritu sigue derrarriándose en la comunidad a través de su historia.
Es la tesis de la «Tradición», por encima de la tesis de la «sola Biblia». Y así, la Iglesia no haría más que seguir la praxis introducida por San Pablo: seguir admitiendo que el «dicho» del Señor se refiere al ideal de la indisolubilidad, pero, al mismo tiempo, reconocer que, partiendo de otro «dicho» del Señor del sábado está en función del hombre, no el hombre en función del sábado», Mc 2,27), debe flexibilizar ese ideal, admitiendo una praxis legalizada de separación total de ambos cónyuges y de posibilidad de nuevo matrimonio por ambas partes. Sería la única manera de poner un remedio coyuntural a la patología humana y de liberar al hombre de la tiranía de una ley ideal que, en un momento dado, lejos de liberar, aplasta al hombre y lo convierte en esclavo.
No podemos extendemos más, pero vamos a enumerar brevísimamente los casos en que la Iglesia, antes y ahora, ha aceptado la disolución del vínculo y autorizado nuevas nupcias entre los bautizados: el llamado «privilegio paulino», el matrimonio ratificado y no consumado, la unión que se demuestra imposible de recomponer; en este caso, desde el principio, se aplicaba la tesis de la «oikonomía», o también «condescendencia», admitiendo como legítimas las uniones realizadas por los separados. Para mayor abundamiento, recomiendo la lectura del excelente libro de Antoni Matabosch (Divorcio e Iglesia, Ed. Marova, Madrid, 1979), donde viene toda la documentación eclesiástica al respecto.
En una palabra: el documento de la conferencia episcopal da la impresión de nerviosismo y de improvisación, por lo cual nos obliga a los católicos a acudir a fuentes más serenas del magisterio eclesiástico y sacar de ellas un criterio adecuado para este difícil momento.
Sería deseable que ni los políticos se alarmaran (o por adhesión o por rechazo) ante este documento ni tampoco los católicos entablaran entre sí una especie de guerra religiosa por tan poca cosa. La actitud más cristiana y evangélica sería la de la comprensión, por una parte, y la de la corrección fraterna, por otra, pidiendo a nuestros obispos que nos ofrezcan documentos muy reflexionados y muy madurados, y siempre teniendo en cuenta el amplio abanico de todo el magisterio eclesiástico.
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