La larga noche del Estatuto gallego
LOS PADRES fundadores de nuestro ordenamiento constitucional idearon una astuta añagaza para facilitar la aceptación por algunos poderes institucionales y por la opinión de los territorios azotados por el paro, la emigración y el subdesarrollo la inevitable negociación de los estatutos de autonomía con Cataluña y el País Vasco. El título VIII de la Constitución, pese a que privilegiaba a las tres nacionalidades «históricas» (también, por tanto, Galicia), sentó el principio de la posibilidad real de instiluciones de autogobierno idénticas paratodos los territorios autónomos.Se creó así la desmesurada expectativa de una especie de «Estatuto-tipo» al que tendrían derecho, con independencia de la intensidad y autenticidad de los sentimientos populares, reivindicaciones históricas y necesidades sociales, todos y cada uno de los territorios sombreados durante la etapa constituyente por el señor Clavero, con el asentimiento del Gobierno y de la oposición, en su mapa preautonómico. El desparpajo y la frivolidad con que el entonces ministro para las Regiones -pertrechado con su célebre «teoría de la tabla de quesos»- fue chalaneando las preautonomías no hizo sino exasperar, y en algunos casos crear artificiosamente, los sentimientos autonómicos. Pero el peso de la responsabilidad -sobre la que este periódico avisó antes de que se consumara- no puede recaer sólo sobre el irresponsable ejecutor de esa política, sino también sobre quienes la idearon y apoyaron.
Vaya por delante que las reivindicaciones autonomistas de Galicia no son ni una invención del frenético ministro ni una exigencia desconectada de sus problemas reales. Galícia es un viejo país que conserva el primer idioma que sirvió en la Península como vehículo de la expresión lírica, con una conciencia latente en su población de pertenencia a una comunidad histórica de antiguo origen, que ha sido particularmente castigado porla política centralista y cuyas heridas de subdesarrollo, emigracion, caciquismo y penuna no han hecho más que profundizarse en la edad contemporánea.
Sin embargo, el movimiento nacionalista gallego, pese a su articulada elaboración ideológica, a su notable tradición intelectual, al precedente republicano y a la existencia de una lengua y una cultura distintas a las castellanas, no ha alcanzado la implantación popular y la fuerza social que hacían inexcusable una urgente respuesta a las reivindicaciones de Cataluña y el País Vasco. A diferencia, de Cataluña, la organización gallega socialista no es tanto un partido federado -como lo es el PSC respecto al PSOE, o el respecto al PCE- como una sección territorial de un partido de ámbito estatal. Y la burguesía y la pequeña burguesía gallegas no disponen de opciones políticas nacionalistas comparables no ya con el PNV, sino ni siquiera con Convergencia Democrática. El carácter mayoritario de UCD en las cuatro provincias -diecisiete diputados sobre un total de veintisiete- y la supervivencia de una Alianza Popular -cuatro congresistas de CD-, prácticamente extinguida en Cataluña y el País Vasco, son datos que hablan por sí solos. Existe, en cambio, un nacionalismo radical en claro ascenso, que obtuvo el 1 de marzo más del 11% de los votos, y cuyas posibilidades de crecimiento e implantación popular han sido vigorosamente reforzadas por la inaudita ceremonia de confusión representada durante la madrugada de ayer en el Congreso. El Estatuto de Galicia ha salido aprobado exclusivamente con los votos de UCD, con la oposición, la abstención o la ausencia de los restantes grupos parlamentaríos. Galicia, cuyo tradicional absentismo electoral llegó al 48% del censo en las últimas legislativas, se encuentra ahora ante el trance de refrendar su texto en las urnas; y los partidos que votaron en contra o se abstuvieron en la comisión mixta, ante el absurdo dilema de hacer campaña a su favor, desdiciéndose de su actuación parlamentaria durante la larga noche del 21 de noviembre, o de tratar de derribarlo, en cuyo caso el autonomismo gallego se encontraría en el kilómetro cero del trayecto y con una tremenda frustración a sus espaldas. Tal vez elijan el camino cómodo del abstencionismo, que conduciría a la aprobación legalde un Estatuto desprovisto, sin embargo, de legitimidad popular.
Para teñir el paisaje de tonos todavía más surrealistas, ocurre que el Estatuto de Galicia no ofrece a nuestro juicio, de hecho, menos competencias que los textos de Guernica y de Sau. La única diferencia real no es sustancial, sino de procedimiento. Mientras los estatutos catalán y vasco han remitido la atribución de competencias asumibles por la comunidad autónoma, pero concurrentes con las del Estado, a negociaciones bilaterales en las comisiones mixtas, la disposición transitoria tercera del Estatuto gallego ha establecido un procedimiento diferente, a través de leyes votadas en Cortes. ¿Es un insulto a la dignidad del pueblo gallego -como se ha llegado a decir- que sean las Cortes las responsables de esa tarea? No lo creemos, y no lo creemos porque a la postre nos parece un procedimiento más coherente encomendar a la Cámara esi tarea, con luz y taquígrafos, que a las penumbras de los despachos. Las razones de urgencia que existían en el tema vasco y catalán no se nos representan igual en el gallego, y la multiplicación de las comisiones de transferencias por el número de autonomías puede colapsar la Administración de un país que ya de por sí funciona bastante mal.
¿Por qué, entonces, tanto clamor y crujir de dientes? ¿Cuál es la razón de que el señor Fraga, ese inveterado propagandista de Ia fortaleza y de la divinidad del Estado, se nos disfrace ahora de abertzale galleguista y abandone la comisión mixta con un portazo digno de Telesforo Monzón? ¿Por qué se ha llegado a esta situación, mezcla de teatro del absurdo y de puro astracán? Si la comisión mixta, aunque sea con los únicos votos de UCD, ha alumbrado un Estatuto viable y con techos de transferencias marcadamente más altos que lo que los gallegos hubieran podido esperar de la Segunda República, ¿es razonable que la derecha y la izquierda parlamentarias se pongan de acuerdo para ahogar en la cuna a las instituciones de autogobierno? No acaban aquí las paradojas. El nacionalismo radical extraparlamentario, ¿de verdad quiere encomendar las transferencias de competencias concurrentes a las negociaciones entre una UCD abrumadoramente mayoritaria en el futuro Parlamento autonómico y el Gobierno, desdoblado como un ventrílocuo en las comisiones mixtas, y considere un insulto que la intervención del Congreso impida las eventuales manipulaciones de los caciques en los tratos a puerta cerrada?
Sin duda, nuestra clase política confunde un Estado de autonomías, que por definición tiene que organizar las diferencias y las particularidades, con un Estado federal. Por lo demás, en el caso del Estatuto de Galicia, el traje es de la misma talla que el encargado por catalanes y vascos. Sin embargo, la circunstancia de que no sea idéntica la forma de repasar los hilvanes ha provocado reacciones de una clara demagogia oportunista.
Pero, a la postre, el Gobierno no hace sino pagar su propia factura. La que le extendió el experto autonomista señor Clavero, que no supo resolver los temas del nacionalismo catalán y vasco, pero se dedicó a complicar los de infinidad de regiones españolas. Se comprende que el mundo de la cultura tirite ahora de miedo y de vergüenza.
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