La factura del olivar
Director de"La Actualidad Agraria"
El olivar parece condenado cada año a interpretar su auto sacramental en la tierra del sol. Una vez mas, con una oportunidad ineluctable, han vuelto las mismas voces de justicia verdíiegra que no hace mucho llenaban las plazas de toros con los grandes del aceite a la cabeza. Son voces de un frente olivarero de grandes y pequeños, de actores y comparsas, que cada año vienen llorando costos y competencias para reivindicar precios, precios, precios... Son voces sentidas y voces manidas, y voces en mascaradas tras el telón de fondo de una Andalucía trágica que pone el escudo y el decorado justo para dar al tema los tintes de una tragedia de Esquilo. El drama está otra vez sobre el tapete. Y el olivar esboza su ya tradicional mueca de agonía, mientras la Administración mira con doble cara a esas 600.000 personas que dependen del producto y a esos millones de consumidores que tienen que pagarlo.
Sin embargo, el drama empieza a tener sus matices. Sorprende, en principio, que sean los olivareros representados por la Unión del Olivar Español y por la Confederación de Agricultores y Ganaderos quienes doblen la campana de la agonía cuando la ruina va por otros barrios. No deja de ser chocante el hecho de que un colectivo de profesionales del olivar, con suficiente formación técnico-contable, ofrezca a la galería unas cuentas del sector ajenas a la mayor parte de la realidad de sus explotaciones, unas cuentas calculadas para olivares marginales donde el rendimiento no va más allá de mil kilos de aceituna por hectárea y donde los costos unitarios casi doblan a los del olivar auténticamente productivo. Y sorprende tanto más cuanto que el umbral de rentabilidad teórico para esta campaña, a tenor del precio de garantía, parece situarse alrededor de los 1.500 kilos por hectárea, cifra que, por lo demás, aunque supone una espectacular subida, apenas si roza la zona de peligro de la mayor parte de los productores afines a la gran patronal del sector. La ruina, en efecto, parece cernirse sobre una buena parte de las explotaciones olivareras marginales, es decir, sobre la casa de al lado, por lo que ciertos movimientos de solidaridad no dejan de resultar harto sospechosos.
Hacen bien los olivareros en reivindicar los mayores precios, por si cuela, y hace bien el Gobierno en no reproducir la línea de una política de rentas diferenciales, a la que no sería demasiado escandaloso achacar la mayor parte de los males que hoy aquejan al sector. Sin embargo, anticipar apocalipsis sociales escudándose en la crisis de las pequeñas economías, en las áreas de monocultivo y en el carisma del olivar como gran generador de mano de obra, no deja de ser una sutileza ciertamente chocante para un campo como el andaluz, donde los grandes propietarios no han tenido nunca el menor empacho en abandonar producciones tan sociales como pueden ser el algodón o la remolacha y sustituirlas por maíz y trigo cuando la política no ha girado a su antojo.
Política equivocada
En estos momentos, situar el precio del aceite de oliva muy por encima de los precios de competitividad de mercado es aislarlo del mundo de las grasas populares. Es ir desplazando abiertamente el consumo hacia los aceites de semillas hasta convertir al de oliva en un puro condimento. Es ignorar el papel que debe jugar este aceite en una futura política de grasas -tantas veces reivindicada por los propios olivareros-, cuyo esquema no puede ser otro que el de un equilibrio de precios con el girasol y la soja, una mejora en la calidad y una eficaz lucha contra el fraude que permita recuperar los niveles de consumo perdidos. Sería lamentable que un olivar artifícialmente rentabilizado vía precios sirviera tan sólo para financiar los excedentes de soja de algunos países, para los que España empieza a ser un mal ejemplo como referente mundial de una tasa cada vez menor en el consumo de esta oleaginosa.
Por lo demás, entrar en el terreno de fuertes subvenciones a la producción y al consumo, siguiendo el esquema al uso en la Comunidad Económica Europea, no deja de ser una baza proteccionista que el erario público no está en condiciones de soportar. La referencia europea en el ternádel olivar es dificilmente homologáble a la española, a poco que cuantifiquemos las cifras de este cultivo aquí y allá. El olivar es un cultivo marginal en la CEE, mientras que en España es una producción básica, y, consecuentemente, la incidencia de una política de subvenciones al alza puede ser aquí insostenible mientras que allí no pasa de ser una refrescante compensación a los excedentes endémicos de otros productos. Insistir sobre reivindicaciones en estos frentes es el peor servicio que cabe hacer a un cultivo que, para sostenerse sobre unos supuestos reales, está pidiendo a voz en grito una profunda revisión de sus estructuras productivas.
Quizá reste añadir que a los problemas planteados por la propia estructura de consumo de grasas en España hay que sumar el hecho in discutible de una productividad sumamente baja, con un añadido de ciertas superficies marginales que no va a ser posible sostener por mucho tiempo. El problema del olivar es, en esencia, un problema de insuficiente adaptación tecnológica, que, en términos económicos, se traduce en un desigual abanico costes-precios respecto a sus sustitutivos y que, consecuentemente, genera un desplazamiento de la demanda hacia otras grasas vegetales más baratas. Las 300.000 hectáreas arrancadas en los últimos diez años son un claro referente de crisis. Pero las soluciones, aunque pueda parecer un contrasentido, pasan por ahí, por decir de frente y a las claras que probablemente en este país sobren más de medio millón de hectáreas de olivar asentado sobre tierras susceptibles de liberar para otros aprovechamientos. El lenguaje de olivar especializado va a ser moneda común en un futuro donde la supervivencia de este cultivo pasa necesariamente por replantaciones masivas en zonas de preferente localización. Quizá haya que ir entonando el réquiem por el olivar marginal, con soluciones paralelas para enjugar el problema socioeconómico y, sin duda, habrá que ir hacia el sostenimiento de un olivar menos favorecido sobre la base de una sensible reducción de costos productivos, una mayor tecnificación y algunos aprovechamientos complementarios con la ganadería en zonas de montaña.
Empezar a decir lo que queremos que sea el olivar español es anticipar soluciones a la crisis. Lo que hay que evitar por cualquier medio es que lo que debería sor una reducción equilibrada de la superficie y una progresiva especialización del cultivo se transforme en una masacre a palo de ciego. Ahora se trata de salvar al olivar español por la vía contraria a como se le ha venido condenando en los últimos años.
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