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Ecos italianos de Mompou

Cataluña está muy presente en el actual panorama de la cultura italiana: la exposición de Miró viaja de Florencia a otras ciudades; se espera con impaciencia la llegada a Roma de la exposición dedicada a Antoni Gaudí, de la que fue buen prólogo el espléndido concierto del Orfeó Catalá en nuestra Academia. Más pálido es, en verdad, el comentario político, y las mismas grandes firmas, que a veces se acercan a la política, están más a gusto girando en torno al mundo de la cultura: esto tiene un gran valor para el mañana muy próximo, ya que insisten en la universalidad de los grandes nombres catalanes, insistencia que es el mejor homenaje a Cataluña. Como es lógico, Federico Mompou y su música son noticia, partiendo de esas tres noticias-homenaje que, sucesivas, cercanamente sucesivas, han sacado al compositor de su soledad, obligándole, si no a discursos, sí por lo menos a tiernas palabras de gratitud, a frases escuetas e intensas, como las que salen de su piano: premio Ciudad de Barcelona, doctorado honoris causa, premio Nacional de Música, por fin. No se trata aquí, en Italia, de descubrimiento ni de redescubrimiento, porque su música se oye con gozosa frecuencia, especialmente a través de la radio. Tiene su historia este cariño de los músicos italianos por Mompou. Cuando comencé mis tareas de crítico musical, hace la friolera de cuarenta años, escribía sobre Mompou con la típica pasión de esos años, pasión estimulada, justo es decirlo, por Joaquín Rodrigo, exento de ciertos celos que otros tenían. Coincidió un artículo mío con la venida del gran compositor y pianista Alfredo Casella, amigo de todos nosotros. En el artículo resumía una larga entrevista con el Mompou de la calle de Durán y Bas, soltero, hijo de familia a los cuarenta años largos, soñando con lo que creo no ha llegado a tener: una casita sobre el mar, casa cercana de la ermita y del ciprés, que figura en alguna de sus ediciones. Casella se entusiasmó con la obra de piano que le enseñé y, como grandísimo lector que era de partituras y grandísimo pianista, quiso tocarlo todo e inmediatamente. «¡Qué difícil es lo sencillo trascendente! », decía, y la verdad es que se enredaba con las canciones y danzas. Surgió más tarde el gran vocero de Mompou en Italia: Doménico de Paoli, el biógrafo de Monteverdi y de Strawinsky, fue a Barcelona sólo por conocer a Mompou, y desde entonces su famoso Pomeriggio musicale de la RAI usaba sin que pareciera abuso el disco grabado por Gonzalo Soriano y más tarde ese álbum del mismo Mompou, joya que nos guía siempre que queremos salir hacia otro mundo. Ultimamente, las obras de Mompou aparecen con mucha frecuencia en el concurso internacional de piano Paloma O'Shea: la presencia de Mompou en el jurado de hace tres años fue el gran acontecimiento y él se vio rodeado de un halo de respeto, de cariño, de esa unanimidad en el elogio que era ya doctorado, de hecho.

Los italianos se quedan un poco suspensos al pasar de la admiración sin reservas al comentario crítico. Eligen, con razón, «La música callada», y señalan, señalamos en diálogo, lo que significa esa música profana grave, ese «piano espiritual», que se coloca como cima de una escala que comienza de verdad en el Liszt de las Consolaciones, que sigue en Franck y que hace original a Messiaen. El lío en el comentario de los italianos -lo señalo con sonrisa- aparece cuando tienen que encajar esta obra en sus coordinadas habituales. ¡Cuánto hablamos de esto en Roma! Surge pronto la fácil y justa denominación: «música latina», «música mediterránea». Bien, digo yo, ustedes parten de Scarlatti, y en Scarlatti, como en la ópera bufa, es constante la risa y es constante el correteo diabólico del virtuosismo -lo de la «belleza del diablo» para Scarlatti fue dicho y escrito por Paul Durkas-, y allí es raro lo que en Mompoti es esencia: la gravedad, la melancolía hondísima. Si la música que más se quiere de Mompou es la que rodea a San Juan de la Cruz, parece que se quiebra un tanto lo de latino y mediterráneo. Pero no, no se quiebra, porque la Castilla del «Cantar del alma» y de «La música callada» conserva, trascendiéndolas, esas mismas constantes del ciprés, de la ermita y del «mar splendent». Lo realmente positivo y que debe recordarse, no sólo en Italia, es el diálogo Cataluña-Castilla, diálogo que tiene, ya lo creo, su tradición en la misma entraña del catalanismo, pues cuando es auténtico vive de letra y de espíritu «bilingüe»: Maragall, respondiendo a Unamuno; Millet interpretando, con el Orfeó, la gran polifonía castellana; Pedrell, a vueltas con La Celestina; Gaudí, arquitecto de Astorga. Mompciu encarna ahora lo más fino del «seny» catalán al situar su «Música callada», su música del casi silencio, pero riquísima en cada nota, frente a la confusión y frente al ruido. Por eso, desde su calma, desde su aire, puede ser vista y oída como dulcemente contestataria. Nunca podremos medir la inmensa fuerza de la ternura.

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