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Por la liberación de Javier Rupérez

Estos días, con motivo del coloquio de los archivos del siglo XX, hacíamos referencia al artículo 18 de la Constitución, que garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, y, en general, al capítulo segundo, expresión de las libertades de la persona humana. Pero lo que allí decíamos se ha visto cruelmente contradicho por el secuestro de Javier Rupérez. Ante esto, sólo se me ocurre una reflexión de urgencia, poco o nada política, pero dictada por «razones del corazón», al tratarse de Javier Rupérez y de toda su familia, tan querida.Por lo antedicho, no queremos entrar en el proceso de intentar desestabilizar la democracia incipiente que está teniendo lugar, sino referirnos sencillamente a las violencias contra la persona humana y sus consecuencias. Javier Rupérez es la víctima de una concepción sumaria que estima que la agresión violenta a la persona humana no es sólo políticamente eficaz, sino también que «el fin justifica los medios» y, en fin, de que siempre cabe el recurso de que el adversario también ejerce la violencia, para crearse así buena conciencia.

Trágico error. No sólo ese procedimiento no es eficaz, sino que a la larga se vuelve, ante las masas, contra quien lo emplea. Porque Javier Rupérez -insisto- es la víctima y no el adversario que protagoniza el enfrentamiento.

Nadie ignora, por otra parte, que actúan por doquier aparatos y órganos operativos estatales de nivel intermedio, que proceden mayoritariamente de un Estado totalitario, de extrema derecha, con una escala de valores diametralmente opuesta a la de nuestro actual Estado constitucional; nadie ignora que, con toda impunidad, en aquel tiempo se persiguieron vidas y honras y se aplicó el tormento con tanta o más facilidad que en el siglo XVII; y nadie tiene derecho a cerrar los ojos cuando existen vehementes sospechas de que semejantes prácticas pudieran seguir siendo una realidad (y que están proscritas por el artículo 15 de la Constitución).

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No; el Estado no puede degradarse en el «yo soy tanto como tú y hago tanto como tú». Recuerdo -aunque no tengo a mano la cita exacta- aquella intervención parlamentaria de Besteiro, a comienzos de 1921, cuando los horrores de Anido en Barcelona, diciendo que los representantes de la fuerza del Estado no tenían derecho a rebajarse empleando los mismos procedimientos de la violencia terrorista o del atentado a la persona humana. ¿Y qué pasó? Que no le hicieron caso a don Julián; ni siquiera Cambó comprendió la gravedad de las cosas. Meses después era asesinado Dato, gobernante conservador, pero que no quería el mal ni la violencia indiscriminada; simplemente se le escapaban esos órganos operativos a nivel medio que no le obedecían, como antes no habían obedecido a Romanones.

Siniestro engranaje de violencias (la subversiva, la de ciertos aparatos) recíprocas que producen víctimas indiscriminada y cruelmente. Siniestro panorama de razzias -que evocan alguna que otra lejana aventura en el Rif- y de ametrallamientos criminales. Y es más: completado, por otra parte, por quíeneS se frotan las manos y llaman ya a la guerra civil, soñando con ser ellos quienes instrumentalizasen a unas fuerzas hipotéticamente vencedoras para llegar más tarde en sus furgones e instaurar la más ominosa involución.

Mientras tanto, víctimas como Javierjalonan el triste itinerario.

¿Para esto?, dirá Javier. ¿Para esto hemos luchado durante decenios contra la dictadura franquista, hemos corrido toda suerte de riesgos, hemos acunado tantas esperanzas? Y decimos nosotros: ¿no es posible terminar con el engranaje?

Queremos creer que los valores humanos tendrán en todos su plena vigencia y que muy pronto Geraldine y Marta podrán abrazar a Javier.

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