Del carnaval a la cuaresma
LAS DECLARACIONES oficiales y las informaciones oficiosas acerca del contenido de la entrevista celebrada anteayer entre el presidente del Gobierno y Felipe González dejan entrever que la cuestión de las autonomías ha ocupado un lugar importante en esa conversación, si es que no ha sido el motivo principal de ese encuentro, el primero realizado, al menos de manera oficial, desde hace meses. Se diría que los dos directores de las empresas que fabricaron en la etapa constituyente ese «mapa preautonómico», el artículo 151 de la Constitución y la normativa general que autoriza a las entidades regionales que no son nacionalidades «históricas» para dotarse de idénticas instituciones de autogobierno, comienzan a percatarse de que aquel teratológico invento se escapa de su control, comienza a respirar agitadamente y puede romper sus leves ataduras y lanzarse a caminar por su cuenta.El asunto es grave, tanto porque esos temores están plenamente justificados como por la invencible resistencia que muestran los dos grandes partidos, deseosos siempre de negociar en las penumbras de los despachos y a espaldas de la opinión, para sacarlos grandes problemas nacionales a plena luz. El debate de la Comisión Mixta a propósito del Estatuto de Galicia demostró, efectivamente, que la pugna, cara a la galería, entre UCD y PSOE, compulsivamente entregados a la tarea de salvar su imagen frente a su electorado y a dejar ante los cuernos del toro al adversario, aunque en el fondo se esté de acuerdo con sus posiciones, puede ser reforzada por las ambiciones y vanidades de los barones regionales y diputados provinciales centristas y socialistas, con el resultado final de que la cuestión de las autonomías desemboque en una senda que nos conduzca directamente al abismo de la disfuncionalidad de la Administración, al fortalecimiento del caciquismo, al despilfarro del gasto presupuestario y a la feudalización de la función pública.
Cabe presumir que tanto UCD como el PSOE se han dado finalmente cuenta de que la estrategia de anegar las reivindicaciones autonómicas de Cataluña y del País Vasco con la generalización de los estatutos, cuya uniformidad el texto de la Constitución reconoce como posibilidad real, aun trabándola con dificultades de procedimiento, es un arma de las que se disparan por la culata. El eufemismo del hecho diferencial, aplicado a catalanes y vascos, no tenía el grosor suficiente para ocultar que esas dos comunidades planteaban un problema político, no un crucigrama administrativo. Gusten o no las bromas que gasta la historia, España todavía no había resuelto, antes del 25 de octubre de 1979, el desafío que implicaba la existencia en su seno de dos comunidades históricas desgarradas entre las pulsiones emocionales a constituirse en organizaciones políticas independientes y el análisis racional de que ese proyecto ni es históricamente viable ni es conveniente para la economía de dos territorios imbricados en el mercado español y en los que viven y trabajan cientos de miles de inmigrantes. Dicho sea en elogio del presidente Suárez, sus vacilaciones y titubeos preveraniegos se disiparon con el tiempo justo para dar, por vez primera en la historia contemporánea, una salida inteligente a ese conflicto.
Sin embargo, ese viraje salvador de última hora no impide que las torpezas del inmediato pasado hayan dejado en la carretera una tremenda caravana de entes preautonómicos a cuyo volante están centristas y socialistas, que tocan impacientes el claxon para conseguir las situaciones de poder, los símbolos de status y -¿por qué no?- las canonjías económicas de estos estados en ininiatura que la Constitución no exige, pero sí autoriza.
La descentralización administrativa es una imperiosa exigencia de la gestión racional de un Estado moderno para acercar la función pública a los ciudadanos que la pagan y que la soportan. Sin embargo, la superposición aprisa y corriendo de instituciones abstractamente concebidas y mecánicamente impuestas sobre las diputaciones y los ayuntamientos sólo conseguiría cortocircuitar el inevitable feed-back entre la Administración local y la Administración central y alejar todavía más a los contribuyentes, con costos impositivos mayores, del control de sus propios asuntos. Paradójicamente, la cruzada antijacobina contra el Estado centralizado puede terminar en una pura y simple diseminación del jacobinismo de la clase política. El reacomodo de la organización del Estado y la descentralización administrativa es una tarea que debería ser realizada con calma, con prudencia y con empirismo a medida que los españoles vayan acostumbrándose, mediante el ejercicio de sus derechos ciudadanos en el ámbito estatal y en la Administración local, a la práctica de la democracia. No una legislatura, sino una generación, es el marco temporal para esa empresa.
No confundamos las dimensiones políticas de las autonomías catalana y vasca con los aspectos de descentralización administrativa en el resto de España. No apliquemos métodos, plazos e instituciones iguales para fenómenos cualitativam ente diferentes. Acabemos con el carnaval y evitemos, sin embargo, la cuaresma.
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