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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Síndrome de China, síndrome del ridículo

EL ACCIDENTE en la central nuclear de Harrisburg, que hizo cundir el pánico en la costa occidental de Estados Unidos a finales del pasado mes de marzo, debilitó considerablemente esa fe del carbonero con que los legos de buena voluntad habían aceptado las seguridades dadas por una parte de la comunidad científica y por todo el complejo estatal-industrial acerca de la falta de riesgos del empleo pacífico de la energía atómica. El informe, que, seis meses después de la alarma, ha hecho público la comisión a la que se confió la misión de investigar las causas del accidente no hace sino confirmar las sospechas y los recelos suscitados en su día por el brusco despertar a la realidad de una opinión adormecida o intoxicada por una hábil y sesgada presentación unilateral de los argumentos en favor de la opción pronuclear.La comisión, de doce miembros, designada por el presidente Carter ha elaborado un documento de 180 páginas altamente crítico sobre la situación actual de la industria dedicada a la producción de energía eléctrica mediante centrales nucleares. El informe recomienda que se efectúen cambios fundamentales en la construcción, en la reglamentación y en el funcionamiento de las centrales atómicas; indica la necesidad de modificar drásticamente la composición y la forma de operar de la Comisión Reguladora Nuclear; aconseja una renovación periódica de las licencias concedidas para la construcción de las plantas, y expone las serias insuficiencias del personal encargado del mantenimiento de las centrales. La Comisión Keneny no ha recomendado una moratoria nuclear, si bien algunos de sus miembros se han mostrado partidarios de esa medida. Tampoco lleva sus críticas sobre la insuficiente cobertura de seguridad de las centrales hasta el punto de pedir su cierre. Sin embargo, su descripción de la forma casi irresponsable con que los mismos sectores que pregonaban la práctica inexistencia de riesgos de las centrales nucleares han manejado su construcción, funcionamiento y control es, simplemente, desoladora.

Estados Unidos es la mayor potencia científica, tecnológica e industrial del planeta. En su territorio funcionan actualmente 72 centrales atómicas, y otras 92 han obtenido el correspondiente permiso de construcción, sometidas todas ellas a la vigilancia de la ahora criticada Comisión Reguladora Nuclear. Se trata, así pues, de un país con una prodigiosa acumulación de saberes científicos y técnicos, con una amplia experiencia en la investigación y en el manejo de la energía atómica para fines bélicos y pacíficos, con una impresionante infraestructura industrial que le permite la fabricación de cualesquiera instrumentos de precisión y con varias generaciones de ingenieros y cuadros intermedios acostumbrados a la más refinada tecnología. Aunque su política internacional y su expansionismo planetario le han convertido en el blanco de las iras de los países subdesarrollados, y aunque la guerra de Vietnam haya inscrito su nombre entre los responsables de los mayores genocidios de la historia, Estados Unidos posee, además, una tradición de hábitos democráticos y de libertad de expresión que hacen posible el derrocamiento de un presidente en ejercicio y el éxito de campañas de opinión como la emprendida por los críticos de las centrales nucleares.

España es un país con un grado medio de desarrollo, carente de tradición científica -todavía se oyen los ecos del «¡Que inventen ellos!»- comparable, no ya a la de Estados Unidos, sino a la de otros países europeos, con una tecnología dependiente del exterior, sometido a una «fuga de cerebros» en el campo de la investigación básica, con un exiguo presupuesto en ese área, con una corta historia -excepto en el País Vasco y Cataluña- de desarrollo industrial, con ninguna experiencia en energía atómica, y todavía sin esa comisión de seguridad nuclear que el Congreso tiene que aprobar mediante ley.

No hay razón para avergonzarse de este pobre legado, pero tampoco hay excusa para ocultarlo, y mucho menos para ignorarlo, en algo tan delicado y arriesgado como la construcción de centrales nucleares. Y, lo que es infinitamente más grave, nada puede justificar que los hábitos autoritarios de nuestra pasada vida pública sean los que guien el planteamiento y discusión de problemas tan vitales para la convivencia nacional corno el tema nuclear. Si no podemos situarnos, ni de lejos, a la altura del desarrollo científico, técnico e industrial de Estados Unidos, al menos tratemos de hacer nuestras algunas de sus formas, de incorporar a la opinión pública a los grandes debates en los que se juega nuestro futuro.

Mientras la Comisión Keneny hacía público su dictamen, la Junta Regional de Extremadura, controlada por UCD, daba a conocer sus tranquilizadores informes -al parecer ochocientas páginas en total- acerca de la central de Valdecaballeros, curiosamente coincidentes con los que el ministro de Industria dice guardar en el cajón de su mesa. Los gobemantes pueden hacer frente a casi todos los desafíos, pero difícilmente al ridículo. La comparación entre el comportamiento del presidente Carter y el Gobierno del presidente Suárez, entre el informe de la Comisión Keneny y el informe de la junta extremeña de UCD, entre el planteamiento norteamericano del debate sobre las centrales nucleares y la forma de presentarlo en nuestro país producirá, sin duda, una incontrolable sensación de bochorno a todos los españoles, y salpicará de oleadas de vergüenza ajena al ministro de Industria y a los responsables de su partido en Cáceres y Badajoz. El síndrome de China, nombre con el que los guionistas de una película que se proyecta actualmente en las pantallas españolas bautizan a los terroríficos efectos que produciría la fusión del combustible nuclear de un reactor, quizá sea fruto de la imaginación. Pero el síndrome del ridículo es una realidad que describe certeramente el comportamiento de la Administración española en su intento de forzar a la opinión pública a aceptar sus decisiones en el campo de la política energética.

Ignoramos si existen alternativas reales a la opción nuclear en una sociedad industrial que desea crecer y que carece de recursos energéticos, y tampoco sabemos a ciencia cierta cuáles son los costes y los riesgos de esa vía. Lo único que mantenemos es que este país no está habitado sólo por niños, ni mayoritariamente por deficientes mentales, y que los ciudadanos tenemos derecho a conocer todas las opciones para poder decidir con pleno conocimiento sobre los pros y los contras de cada una de ellas.

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