En terreno apache
Diputado por Barcelona de Coalición Democrática¿Puedo hablar un poco de la mujer? Sé que voy a meterme en un terreno resbaladizo, pero intentaré decir algo sobre un tema que las mujeres más radicalizadas -o menos inteligentes- consideran como de su exclusiva propiedad y al que niegan el acceso a todo aquel que pertenezca al género masculino. Con esta mentalidad reduccionista y totalitaria que yo, evidentemente, no comparto, tan sólo los judíos podrían hablar de los judíos; los negros, de los negros, y, al fin, tan sólo podría hablar uno de sí mismo, que es, en el fondo, lo que se tiene más a mano, aunque no sea lo que mejor se conoce. Los seres ricos en personalidad suelen ir mostrando las diversas facetas de aquélla a lo largo de su vida y se resisten a mostrarla de golpe.
Voy, pues, a introducirme en terreno apache sin la compañía de un Gary Cooper o un John Wayne que me protejan, por lo que es seguro que dejaré en esa intención, cuando menos, la cabellera. El grupo más dinámico de la sociedad, más incluso que el de los jóvenes, es el de las mujeres, si es que se me permite usar de una generalización. Es evidente que en poco tiempo su situación ha cambiado. Hoy no se puede afirmar ya lo que Musset hacía decir a Octavio: «Marianne, a vuestros diecinueve años, os quedan cinco o seis para ser amada, otros tantos para amar y el resto para rezar.»
Las cosas han cambiado, dichosamente, en este aspecto, aunque a muchos no les plazca, pero, aun habiendo variado mucho, ese grupo dinámico que es una categoría más que una clase, no sólo no tiene en sus manos palanca de poder alguno, sino que sigue siendo discriminado. Por eso las mujeres son partidarias de crear organismos hasta con el horrible nombre de Condición Femenina, término que recuerda al de la condición del chimpancé o de algún animal en vías de extinción. Con tono de broma, pero en serio, he dicho alguna vez que la igualdad de sexos existirá cuando haya, no mujeres inteligentes que ocupen altos cargos, sino tantas mujeres tontas que ocupen altos cargos como tantos tontos hombres están acomodados en ellos. Tantas mujeres tontas ministras como hombres tontos ministros ha habido.
Aunque Ariana Stassinopoulos, en La femme femme -ensayo que, supongo, no está traducido al español-, haya escrito que entre los hombres más que entre las mujeres se encuentran los genios y los idiotas, los gigantes y los enanos, y que «sí la proporción más débil de mujeres en las escalas superiores de la sociedad es debida al hecho de que a fuerza de ser tratadas como seres inferiores lo llegan a ser en efecto», ¿cómo explica el MLF que el porcentaje de débiles mentales sea mayor en el sexo masculino? La mujer vive más tiempo, resiste mejor el dolor. Su superioridad biológica en cuanto a resistencia y vitalidad es tan cierta como la del hombre en el empleo puntual de la fuerza, en el esfuerzo localizado, explica Ariana Stassinopoulos, utilizando la mayéutica para encontrar la solución al enigma en la biología. Pero no, perdamos el hilo, como en aquel diálogo de Platón, para explicar la manera de asar un buey. Y siguiendo nuestro discurso, eso mismo se considera en el Estatuto de Autonomía de Cataluña que acabamos de aprobar en un día lluvioso, quizá con más eficacia que gloria, cuando se habla en el artículo 9, apartado 24 -pese a mi protesta- de la competencia de la Generalitat en la promoción de la mujer, lo que me parece vejatorio para ella. Se promocionan los productos, la uva de Almería, el salchichón de Vich o el vino de la Rioja; se inventan promociones de venta de electrodomésticos o de residencias secundarias, pero a la mujer no se le debe insultar con este término porque, además, ya se promociona ella sola.
Es difícil cambiar las estructuras mentales con la misma rapidez con que todo va cambiando a nuestro alrededor. Cualquier cambio parece un movimiento más hacia la vejez, una aceleración que nos conduce más aprisa a la muerte. De ahí el horror y la resistencia a todo lo que es nuevo, moderno, novedoso, en los grupos más caducos de la sociedad, en los más anquilosados, en los más arteriosclerotizados. E pur si mouve!
Y tanto que se mueve. Una de las comunistas más inteligentes, Alejandra Kolontai, recuerda en Comunismo y familia, a la mujer encinta, que está fabricando una nueva unidad de trabajo y que actúa, pues, en favor de la colectividad. Lenin explicaba que los excesos en la vida sexual eran un signo de degeneración burguesa, y aconsejaba a Inessa Armand que suprimiera, en un folleto de propaganda, las páginas de la reivindicación por la mujer del amor libre, «pues no es una exigencia proletaria, sino burguesa».
Desde otra trinchera, san Pablo recomienda a las mujeres que se callen en las asambleas (1 Cor., 34-35), lo que no es tan molesto como lo que se lee en el Levítico: «Cuando una mujer tuviera un hijo varón será impura durante siete días. Pero si es hembra será impura dos semanas» (Lev. XII, 5-12). En el fondo, el catolicismo antiguo ve en la mujer nada más a la madre, y el comunismo, antes de ser euro, a la trabajadora. Ninguno de los dos se preocupa de la mujer, no la ve ni como esposa, ni como amante, ni como compañera.
¿Me atreveré, tras esta incursión en terreno apache, a adentrarme ahora en territorio sioux? A nadie le gusta el aborto. No conozco mujer alguna que diga: «Qué bien lo he pasado este año, he tenido tres abortos. » El aborto es un mal. Pero es también una realidad. En España abortan clandestinamente 300.000 personas al año, de las que mueren 3.000 ó 4.000. Bien se me alcanza que a algunos esta mortandad les importa un bledo; son los que gustan de enviar a los jóvenes a la guerra sin participar ellos; los que afirman que todos tienen derecho a la vida y piden el restablecimiento de la pena de muerte. Son aquellos de los que Montaigne se asombraba, pues para ellos «matar es un acto glorioso que se practica a la luz del día, y el amor, en cambio, debe hacerse a escondidas». Son los fanáticos que se alegran, igual que Jomeini al enterarse del cáncer del sha, de que mueran las que abortan.
El que unos cuantos hayan estampado una firma testimonial con la intención de acabar con la desesperada situación de unas mujeres que padecen persecución, de unas víctimas elegidas entre las más desgraciadas y miserables; el que unos cuantos hayan -hayamos- estampado nuestra firma para aliviar su situación ha irritado a muchos de esos fariseos, de esos hipócritas que suelen viajar a Londres. Ni tan siquiera se les ha ocurrido pensar que los anticonceptivos estaban, por aquellas fechas, prohibidos.
Encararse con un problema real, angustioso, es incómodo y de mal gusto. «La verdad es algo terrible, insoportable, mortal», decía un personaje de Unamuno. Y produce desasosiego. Pero ahí están los números. Ahí está una mujer, en Lorraine, que ha tenido veinticuatro hijos, de los que viven veintitrés, y todos son retrasados mentales profundos, tal como ha explicado Jacques Lenoir, por aquel entonces director de la Acción Familiar Sanitaria y Social francesa, citándolo entre cientos de casos horribles. Y ahí están también los miles de violaciones anuales que se cometen en España, y las mujeres que se han dejado morir para salvar, quizá, a un niño sin madre.
El problema es serio y no parece oportuno hacer bromas en este tema y practicar el humor negro. No se trata de abortistas y antiabortistas. La condena moral del aborto, ¿acaso no incumbirá a la conciencia personal de cada uno? ¿No será el aborto preferible al nacimiento no querido cuando lo aconsejen determinadas indicaciones médicas o circunstancias sociales? Para hablar tan sólo de Europa, del área de los nueve, del Mercado Común, todos los países, excepto Bélgica y Holanda, lo han creido así y han despenalizado, al menos en determinadas circunstancias, el aborto. Y en ninguno de estos países se da en mayor cantidad que en España.
El aborto es triste, traumatizante. A nadie le gusta ni a nadie puede obligársele a abortar, aunque muchos de estos fanáticos sí han obligado a sus hijas o a sus amantes a hacerlo precisamente por la actual situación en esta materia. Es claro, pues, que algo habrá que hacer para encararse con este tema. Mientras tanto, aunque no se pueda socializar el dolor, yo estaré al lado de los oprimidos, de los perseguidos, de los marginados, de los que sufren, de los que padecen persecución. Seré uno de los réprobos.
La mujer quizá sea, a ratos, la enemiga del hombre, pero es al mismo tiempo su compañera, y lo será más aún cuando consiga la autogestión de su vida.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.