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La muerte ronda 100.000 refugiados

Decenas de camboyanos, entre los miles que se han refugiado estas últimas semanas en Tailandia, huyendo del hambre, de los vietnamitas o de los jmer rojos, mueren a diario de cansancio, de hambre, de fiebres y, también, de la falta de cuidados médicos.La suerte de estas personas, que serían, según las últimas estadísticas, unas 100.000, instaladas en Tailandia a lo largo de la frontera, depende, en primer lugar, de la buena voluntad y de la capacidad de organización del Ejército y de la burocracia tailandesa, que tramitan todas las ayudas. El principio de la concesión provisional del derecho de asilo y el de la distribución de una ayuda humanitaria entregada por la comunidad internacional fueron acordados el pasado mes de septiembre entre las autoridades de Bangkok y representantes de los organismos humanitarios internacionales y del cuerpo diplomático.

Pero la lentitud mortal y las limitaciones políticas siguen existiendo y, una vez más, la magnitud del éxodo y la amenaza de «desbordamiento» de la ofensiva vietnamita pone a los tailandeses en una postura peligrosa. Bangkok teme provocar la animosidad de Hanoi dando la impresión de acoger y asistir, bajo el pretexto de la ayuda humanitaria, a varios grupos de la resistencia camboyana armada que cruzan la frontera en ambas direcciones, mezclándose con los refugiados civiles y reclutando entre ellos.

Dos preguntas surgen: ¿no podría una ayuda más urgente y más consecuente, actualmente ya entregada por las organizaciones humanitarias, ser puesta a disposición de los refugiados con mayor rapidez?, y ¿estas poblaciones que sirven de blanco o de anzuelo no podrían, en previsión de una ampliación de la ofensiva vietnamita, ser desplazadas al interior de Tailandia? Su mantenimiento a lo largo de la frontera, por razones económicas, políticas o tácticas, y la tolerancia o incluso la complicidad de cara a los grupos y seudogrupos armados de resistencia, que surgen en el seno de esas enormes masas humanas, acarrean más riesgos que ventajas. Existen a lo largo de la frontera, al norte de Aranyaprathet -a unos trescientos kilómetros al este de Bangkok- por lo menos tres «bolsas» formadas cada una por varias decenas de miles de civiles.

¿Objetivos militares?

La ambigüedad de esta situación y el trazado indefinido de la frontera podrían incitar a la artillería de Hanoi a considerarles como «objetivos militares» y provocar una auténtica matanza. Después de haber caminado algo más de una hora en los arrozales y sin saber nunca exactamente si estábamos en Camboya -lo que afirmaban algunos resistentes jmers-, visitamos, el martes pasado, una de esas «bolsas» repleta con unos 60.000 fugitivos camboyanos que viven de forma miserable, en pleno bosque, en cabañas improvisadas. Un grupo de guerrilleros con uniforme de color caqui y con armas inadecuadas, que pretenden haber capturado al enemigo, declaran controlar el lugar y disponer de un verdadero ejército en toda Camboya. Al verlos, al oírlos, al medir su desconocimiento de las realidades camboyanas y vietnamitas, y a pesar de su «chulería», es probable que en cuanto aparezca un bo doi (soldado vietnamita) sean los primeros en intentar salvarse, huyendo y abandonando la «base popular» a su suerte.Mientras el país ocupado agoniza, numerosos movimientos de liberación, que pretenden hablar todos en nombre del pueblo, se querellan entre ellos. Observadores solventes que les llaman en broma jmer sarong (nombre de un trozo de tela) afirman que se encuentran más a gusto actuando como contrabandistas o explotando a sus compatriotas que luchando contra los vietnamitas. Los pequeños jefes jmer, con títulos rimbombantes, bien alimentados, lucen ostensiblemente sús relojes nuevos, sus transistores y todo tipo de gadgets. Recuerdan, hasta el punto de confundirse, lo peor del ejército del mariscal Lon Nol. El pequeño pueblo que les rodea y los refugiados que abandonan diariamente Camboya se encuentran en un estado de salud e higiene deplorable. Un informe reciente indica que el cólera acaba de hacer su aparición: trece casos han sido señalados, de los cuales tres resultaron mortales. El agua, sacada de los arrozales, empieza a escasear a causa de la estación seca. Sólo la tercera parte de los 60.000 refugiados han conseguido construirse una cabaña.

Pasar, en menos de una hora del universo irrisorio de los «movimientos de liberación» al de los restos humanos del pueblo jmer rojo, equivale retrospectivamente a viajar a la República corrupta de Lon Nol a la «democracia» despiadada de Pol Pot.

Aquí se es duro, disciplinado. El dinero y los gadgets no circulan. Nadie tiene opción: es necesario obedecer al Angkar (organización). Terrible certeza esta adhesión mística y mórbida: «Sois los hijos del Angkar. Vuestra vida y vuestra muerte pertenecen al A ngkar.» Basta con que la organización dé la orden y todos aquellos que aún poseen un soplo de energía irán, con las manos vacías, a pelear hasta la muerte.

Sin embargo, muchas mujeres y niños, usados por las experiencias, declinan un poco cada día. Testigos de su llegada hace una semana vemos ahora su «hospital». (El hospital es aquí un espacio restringido en un bosque sofocante y cuya única comodidad es un poco de sombra.) Un médico y una enfermera de la Cruz Roja tailandesa acuden cada día unas horas. Las medicinas, desde hace una semana, sólo son de dos tipos: contra la malaria y contra la diarrea. Extendidos en el suelo, decenas de cuerpos extenuados, los ojos y la boca acosados por las moscas, se encuentran a varios minutos, todo lo más horas, de la muerte. Encontramos allí el martes a dos médicos y una enfermera francesa cuya organización espera una autorización oficial para empezar a trabajar. Desesperados, estaban a punto de llorar, como todos aquellos que acaban de ver ahí tendidos los últimos sacrificados de una alucinante revolución y de una nueva guerra.

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