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Reportaje:

Wallenberg: la misteriosa desaparición de un diplomático en Hungría

Llegado a Budapest a finales de la segunda guerra mundial, Wallenberg, descendiente de una rica familia de la aristocracia sueca, puso la embajada de su país al servicio de los judíos perseguidos de Hungría y Checoslovaquia. A cambio de dinero, que le llegaba del lobby judío norteamericano, y recordando a los representantes de la Alemania nazi que el Tercer Reich era el principal importador de acero sueco, Wallenberg consiguió salvoconductos con los que miles de judíos pudieron huir hasta Suecia. Su principal hazaña consistió en canjear un barco repleto de herramientas por la vida de 4.000 niños hebreos.Acosadas, a partir de 1945, con preguntas basadas en testimonios de personas que entraron por casualidad en contacto con Wallenberg en las prisiones de la URSS, las autoridades soviéticas, tras doce años de silencio, acabaron por reconocer, en febrero de 1957, que «encarcelado por error, falleció a causa de una embolia en la cárcel de Lubianka el 17 de julio de 1947». La identificación del cadáver por parientes o amigos y su traslado a Suecia no fueron permitidos. El error fue achacado a la «vieja guardia» de Stalin y, en concreto, a Abakounov, responsable de la seguridad, que había sido fusilado unos meses antes, víctima de la ola de desestalinización. Con esta explicación oficial, Moscú, daba por terminado el asunto Wallenberg.

Pero no por eso los testimonios dejaron de afluir. Desde un diplomático italiano, Claudio de Moor, hasta un director de la Academia de Ciencias Soviéticas, Alexander Miasnikov -inmediatamente destituido-, todos afirmaban haber conversado con Wallenberg en vida después de 1947. El último relato de un judío soviético, Jan Kaplan, hombre apolítico, pero, sin embargo, encarcelado en 1975 por haber solicitado, junto con su esposa, la autorización de emigrar a Israel para reunirse con su hija, asegura que en la enfermería de la prisión de Boutyski conoció a Wallenberg, enfermo y debilitado, quien le rogó revelase que seguía aún con vida.

Kaplan fue liberado en 1977, y, cumpliendo la promesa hecha a su vecino de lecho, escribió a su hija instalada en Jerusalén, quien, a su vez, informó a las autoridades suecas. La correspondencia intercambiada con Israel le costó a Kaplan su libertad. En febrero de 1978 fue detenido por segunda vez.

Su esposa, Evegenia Kaplan, disimuló a su hija el segundo encarcelamiento de su padre durante año y medio. Pero, en agosto de este año, desesperada, se decide a contarle la verdad en una carta que reproducirá el diario Jerusalem Post: «Tengo miedo de no volveros a ver nunca más, ni a ti ni a tus hijos. ¿Por qué ha tenido tu padre que meterse en todo este asunto? El, que nunca se había ocupado de política.»

A finales de agosto, el Gobierno sueco pidió, una vez más, explicaciones a las autoridades soviéticas. Y seis semanas después, a principios de octubre, recibió, una vez más, la misma respuesta: «Wallenberg falleció en 1947.»

«No importa, seguiremos insistiendo hasta obtener aclaraciones», declaró a EL PAIS Leif Leifland, viceministro sueco de Asuntos Exteriores. El asunto ha sido sistemáticamente abordado en todos y cada uno de los encuentros oficiales entre suecos y soviéticos desde el viaje que efectuó el entonces primer ministro, Olof Palme, a la URSS, en abril de 1976, hasta la visita de los reyes de Suecia a Moscú, a principios del año pasado.

«Estoy convencido de que no volveremos a ver a Wallenberg con vida. Los soviéticos no pueden reconocer un error de tal envergadura», comentó, al término de nuestra entrevista con el señor Leifland, un diplomático sueco.

Sólo le queda por esperar al Gobierno de Estocolmo que, tras la desaparición de Brejnev, los nuevos dirigentes soviéticos reconozcan el error, achacándoselo a sus predecesores, como ya hizo Nikita Kruschev con Stalin en 1957.

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