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Las razones de la "nación" andaluza

Unas observaciones sobre el estatuto administrativo de los ciudadanos españoles de origen andaluz, en las futuras regiones autónomas, ha motivado una auténtica polvareda política veraniega. Posiblemente el tema no haya sido planteado con estricto rigor; puede haber en tal planteamiento raíces de índole electoral. Finalmente, cabe estar o no de acuerdo con los razonamientos y con las personas que han planteado el tema. De lo que no puede caber duda alguna es de encontrarnos con un real y difícil problema. Las aristas dialécticas que han aparecido proceden de la desenfrenada demagogia en torno a tres hechos reales y altamente respetables: las autonomías, la índole de naciones o países que tienen las regiones españolas y los hechos diferenciales que las distinguen.La autonomía, como la democracia, es un modo de gobernar, no una solución. Tienen grandes defectos, pero muchos menos que el resto de los modos. Por tanto, la sola autonomía no resuelve nada, como tampoco la ponderación de las lenguas vernáculas, ni los usos y costumbres regionales, ni la existencia de mayores o menores distorsiones económicas o sociales. Empero, al haber sido mitificado el término autonomía, el pueblo sencillo la ve ya como un bálsamo de Fierabrás capaz de curar milagrosamente las ancestrales dolencias. Conviene, pues, desmitificar el término autonomía y reducirlo a lo que es: un modo político para el quehacer social de una comunidad, cuyo estado encierra una variedad de naciones, lo que no es un defecto, sino título de gloria de una patria: la española, capaz de haber conservado la multimoda variedad de los pueblos de España.

En segundo lugar, en la Constitución española se introdujo un solemne disparate semántico, que ya está dando sus primeros malos frutos. Me refiero al término nacionalidades. Esta palabra procede de nación. Si se consideró que el semema era preciso, hubiera sido más lógico y gramaticalmente correcto utilizar el término naciones, que fue ampliamente usado en la Edad Media, a la que algunos políticos parecen querer volver. Quien esto escribe en un libro entregado al editor en 1974 (poseo el correspondiente recibo), bien que publicado en 1977, empleó el término nación para referirme a Cataluña, y no estoy dispuesto a rectificarlo. Introducir nacionalidades junto con regiones era postular, queriendo o sin querer, autonomías de primera y de segunda. Por otra parte, se ha hecho un uso inmoderado de los hechos diferenciales más aparentes: los lingüísticos y los forales. Para algunos serían nacionalidades los entes autonómicos que hablasen, aparte del español o castellano común, otras lenguas; y, eminentemente, los que tuvieran o hubieran tenido ámbitos forales recientemente abolidos o hubiesen gozado de un estatuto o al menos hubiese estado en muy avanzado estado de gestación. El resto serían regiones.

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El hecho histórico diferencial

Nada más impolítico e injusto. Y ahora todos estos errores y confusiones cobran una cara un tanto agria ante el planteamiento andalucista. Porque, a la hora de la verdad, si alguna región puede esgrimir razones esa es Andalucía. La unidad geográfica de la depresión bética; su considerable extensión; sus comunes raíces históricas diferenciales; su elevada población, pese a la sangría emigratoria, postulan la auto,nomía con el mismo derecho que cualquiera otra región de España. Si en el orden temporal de las aprobaciones autonómicas se nos coloca en el puesto quinto o sexto, los andaluces podríamos decir que era debido a no haber metido ruido a tiempo, con bombas, disparos, heridos y muertos. Porque las bajas diarias por emigración no se cuentan. Y como la Constitución ha incluido el término nacionalidades, no puede caber duda de que una de éstas es la andaluza. Hasta en el aspecto lingüístico, el español de Andalucía, en su fonética y en parte de su vocabulario está a veces más cerca del español de América que del castellano de Valladolid.

Sobre todos estos elementos destaca el hecho histórico diferencial. Si hay alguno verdaderamente relevante en España es el andaluz. El reino de Galicia duró como tal reino independiente contados años y nunca desapareció su vinculación con el reino astur-leonés, como estableció hace años el profesor Sánchez Albornoz. La vinculación de las actuales provincias vascongadas y del reino de Navarra a los orígenes de Castilla es un hecho histórico inamovible. Posiblemente, una de las grandes glorias del vascuence es su influencia en los fenómenos lingüísticos que diferenciaron al primitivo romance castellano del gallego, leonés, aragoñés y catalán. Tan sólo el reino de Navarra, y en el período que va desde la expansión del reino castellano-leonés y de la Corona de Aragón, hasta su incorporación por Fernando el Católico, tuvo un período diferencial más amplio. En cuanto a Cataluña, dicho período está comprendido entre la independi zación de la Marca Hispánica y su incorporación a la Corona de Aragón.

Que estos hechos crearon una impronta social nadie lo duda. Pero, ¿qué diríamos de Andalucía? Si alguna región española estuvo largos siglos diferenciada esa fue la andaluza. El Islam perduró durante casi 550 años en las actuales provincias de Córdoba, Jaén y Sevilla; casi seiscientos en las de Cádiz y Huelva, y 780 en las de Almería, Granada y Málaga. Los historiadores andaluces hace tiempo que escribimos «reconquista» entre comillas, o preferimos hablar de «conquista» cristiana a secas. Las ciudades andaluzas, algunos monumentos excepcionales (no sólo en España y Europa toda, sino incluso en el mundo islámico), una parte y la más peculiar de su folklore, son testimonios bien tangibles. Todos los viajeros foráneos que desde el siglo XVI hasta hoy han escrito sobre Andalucía han dejado patente su peculiaridad. Que el hombre de Andalucía, como Juan Ramón, se haya sentido «andaluz universal» no es una simple anécdota. Los andaluces nos sentimos tan seguros en nuestro ser, tan difícil de disimular como nuestro acento, que no precisamos de tipismos, ni de inventar una seudohistoria para patentizarlo y convencernos.

La estructura social

Precisamente una parte de la distorsionada estructura social andaluza nació del modo como se hizo la conquista cristiana y la subsiguiente repoblación, como estudios recientes (y otros no tanto) han puesto de manifiesto. Estas raíces han contribuido al bajo nivel de desarrollo, a un porcentaje de desempleo total o estacional extraor inario y a una permanenté emigración que. alcanza no sólo a la mano de obra no cualificada, sino incluso a la de la clase media inferior. Para poder promorcionar, los andaluces hemos tenido que abandonar nuestro campo y nuestras ciudades y empleo el plural en su sentido directo, o sea: me incluyo. Lo que para el foráneo, el turista y el viajero aparece como un paraíso, no resulta serlo para los andaluces. A lo más, para decirlo con el título de un poeta granadino, se trata de un «jardín cerrado para muchos, paraíso abierto para pocos».

Que nadie se tome a broma, ni a una de esas guasas de las que es rica nuestra tierra, el deseo de los andaluces de tener una autonomía de primera y la conciencia de constituir una nación espanola; como se dice en la mala jerga de ahora, una nacionalidad tan legítima como las demás. Si esto se olvidase, la autonomía de Andalucía podría resultar una de las más conflictivas. Cuando en Madríd, Barcelona y Bilbao se quejan de apretarse el cinturón, en Andalucía se masca el hambre. Aunque la actual Constitución no lo diga, España se dirige a una forma de estado confederal. Ignoro si esto es bueno o malo; pero es un hecho irreversible; más aún cuando en alguna comunidad autónoma se ha hablado de la vieja fórmula medieval de la vinculación a través de la Corona. No se eche a la cesta de las guasas el problema planteado, ni se menosprecie la observación a cuenta de quienes la hacen, ni por los antecedentes de éste o de otro líder político. El pasado mes de febrero me preguntó en Rabat una persona inteligente y universitaria qué posibilidades volvería a tener el Islam en una Andalucía autónoma, y si veía viable una futura asociación andaluza-magrebí. Por despistado que estuviera mi interlocutor, la pregunta revelaba un sentido político que sólo los ignorantes listillos, que lo arreglan todo con habilidades de salón, pueden querer ignorar. A mí por lo menos me hizo reflexionar un poco. Claro está que algunos aún no hemos perdido la «funesta manía de pensar».

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