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Asuntos interiores

Los asuntos interiores del Ministerio de Asuntos Exteriores marchan muy lentamente, seguramente por culpa de los reñidos avatares de la política internacional. Quien lo dude no tiene sino echar un vistazo al interior de la basílica de San Francisco el Grande. La historia de esta colosal iglesia madrileña, llamada así para diferenciarla de otra: anterior, más pequeña y modesta, seguramente más acorde con el espíritu del santo, aparece animada desde su nacimiento por continuas mudanzas y bruscos sobresaltos. Más allá de su primer asentamiento, destinado a lugar de reposo definitivo para las más importantes familias madrileñas, el auge y empeño de la comunidad franciscana llevó a alzar para Madrid en pleno siglo XVIII este templo monumental, más helado que frío, más que grandioso, grande. Una vez las obras decididas, Ventura Rodríguez, como era de rigor, presentó su proyecto correspondiente, mas la comunidad lo rechazó, para pasar su encargo a un lego no en la materia, sino hermano de la orden. Fray Francisco Cabezas recibió el nihil obstat de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, se colocó la primera piedra con el nombre del autor a lo largo de siete años, el templo se fue alzando, consumiendo los donativos de los madrileños y aun los de su rey y alcalde, Carlos III, quien, en vista de que las obras no llevaban camino de acabarse, expidió una real cédula, incluyéndolas en el Real Patronato de los Santos Lugares.Ni aun cambiando su primitivo nombre por el de Obra Pía, consiguió tal patronato sacar adelante el empeño de Cabezas, viéndose otra vez interrumpidos los trabajos a la hora de la verdad, es decir, cuando llegó el momento de acometer la cúpula. La misma academia que dio luz verde al proyecto en su día, se lo pensó mejor, y corno en estos casos es más fácil prohibir que prever, una vez suspendidas las obras, exigió cálculos nuevos. Fray Francisco, a pesar de su nombre, montó en cólera con razón y se marchó a sus tierras de Valencia, dejando tras de sí a la Corte dividida en reñida polémica, como en el caso de Chillida y su sirena. Cuando se llegó a, la conclusión de que sólo se había pecado de excesivo miedo, se acabó la basílica y, aunque desnuda en su interior, pronto vino a servir de escenario y tierra abonada para una variada galería de diversos actos y variados proyectos. José Bonaparte soñó en ella un salón de Cortes que nunca llegó a ver realizado, dado lo breve de su paso, en tanto la aristocracia, más realista y apegada a la tierra, se dedicó a casar allí a sus hijos, incluyendo al mismo Fernando VII. Mendizábal cerró la iglesia al culto y una nueva administración decidió dedicarla a panteón nacional, precedente flagrante de centralismo funerario al que el país opuso un silencio de espera prolongado.

Mas como cuenta el padre Esteban Ibáñez en su guía, hete aquí que allá por el año de gracia de 1869 llegaron a la capital, desde los puntos más alejados de la península, nada menos que dieciocho carrozas repletas de cenizas, acogidas con fervor y entusiasmo por los madrileños. Las urnas fueron colocadas solemnemente en el interior de la basílica; Juan de Mena, a la vera de Luis Vives; Tirso y Padilla, junto a Garcilaso; plumas y espadas mezcladas, reunidas, auténticas o no, a lo largo de ocho fúnebres años.

Lo que más tarde sucedió se adivina fácilmente. Este proyecto precursor no pudo llevarse a cabo por falta de recursos pecuniarios y aquellos que recibieron a tanto muerto ilustre, los vieron cierto día partir, sin pompa o ceremonia, de vuelta a casa, tras aquellas improvisadas vacaciones.

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Pasaron una vez más años y guerras, y ya en guerras y días vecinos a los nuestros, la Obra Pía, a fin de rematar el proyecto de Cabezas, tantas veces iniciado, olvidado, mudado o preterido, no contando con medios suficientes, obtuvo a través del Ministerio de Asuntos Exteriores dos créditos extraordinarios.

Al fin se consagró la iglesia, convertida en basílica, pero el destino parecía siempre en contra. Unas inoportunas humedades aconsejaron repintar aquella bóveda dichosa que tantos quebraderos de cabeza trajo en su día y que aún puede reconocerse en la silueta de Madrid, en los paisajes de Goya.

Por culpa de tales humedades se montó en el interior, hace ya más de cuatro años, un verdadero bosque de andamios amarillos, verdadera cueva de Artá, mecánica que estorba la vista de capillas, altares y cuadros, si no buenos, al menos regulares. El ingenioso mecanismo, gracias al cual los restauradores podrían alcanzar alturas celestiales, aparece convertido en sucio bosque de columnas, en armazón que estorba, corta y hiela la mirada de cualquier atrevido visitante.

Un Goya juvenil en su cuadro junto a la puerta contempla asombrado tal artefacto inútil, preguntándose a cuánto ascenderá la suma que, en concepto de alquiler y a lo largo de tanto tiempo, cuesta tal bosque disparatado al Ministerio de Asuntos Exteriores. Quien tanto supo en vida de arte y política, que los lidió a su modo y en su día como pudo o supo, seguramente ha de andar preocupado no por el Guernica, que se le viene encima en su Museo del Prado, que se nos viene encima a todos repartiendo mandobles a tirios y troyanos, sino por cuanto tiempo aún permanecerá el tinglado de San Francisco el Grande estorbando bodas castizas y pomposos funerales de gitanos.

Allá van, entre las estalactitas amarillas, cetrinos a su vez vestidos de luto riguroso, consolando espectacularmente a sus deudos, rescatando a los niños de los rincones mal iluminados, apretadas las hembras bajo el pañuelo negro y la blusa de raso restallando. Allí están, según dicen, porque en San Francisco, aparte del santo, se les trata bien, se les hace un buen panegírico del muerto. El resto no parece importarles demasiado. Pagan con generosidad y se van con los vivos, ajenos a todo, incluso a las razones de por qué al cabo de cuatro años y medio tienen en tal estado el templo, no se sabe qué asuntos interiores.

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