Los polisarios
La fiesta del pecé, Casa de Campo, y el río negro de pronto, el arroyo africano, los niños saharauis, polisarios, su andar ya cansado, su alegría, camisetas que ponen Azorín, deben haber estado en Alicante, en algún centro así llamado, legión delgada, angelitos negros, un golpe sentimental que me sujeto con la mano en la franela vaquera de la camisa, Marcos Ana me había hablado de ellos, y Claudia Gravi y Carmen Garrigues, que también suben al cielo azul y democrático de España en crisis todos los negritos buenos.Los polisarios, los polisaritos, Amed tiene diez años, niño de sombra que despierta en mí un niño de luz, niños y niñas de cabezas en vellón de caoba, lo negro al rape, caras de talla fina en el árbol más grueso de la selva, pero vienen del desierto sin árboles, de la escuela azul del cielo y nada más, siempre a la sombra de la cordillera andante del camello. Y nos miran, me miran, serios desde su raza, «los legendarios niños saharauis», me dice Ramón Tamames, poniéndole ironía eurocomunista a esta recolección de cien sonrisas que no sonríen, de cien miradas graves, donde no se sabe si lo negro mira desde lo blanco atroz o lo blanco mira desde lo negro.
Cien párvulos de la negritud con los que he comido una pálida paella valenciana, una manzana leve y desvaída, una feroz sardina, y todo queda soso, blanco, escaso, entre lo negro/negro de estos niños, entre la madurez en negro de su raza, ante la plenitud rotunda de su piel delicada y sus uñas de fósforo.
Hay negros, negros pálidos, mulatos, cuarterones. Al más negro de todos, fina y fuerte talla arrancada del bajorrelieve que es África en el mapa, le han vestido de amarillo claro, con un acierto casual y colegial que nos hace amar también a estos colegiales por la estética, la pecadora estética, colegiales ya blancos del negrísimo colegio de la guerra.
La niña es bella como una gitana acentuada. Me arrodillo a su lado:
-¿Y cuántos años tienes?
-Tengo diez.
-¿Y tú cómo te llamas?
-Yo me llamo María.
Buscábamos exotismos, un nombre literario, pero se llama María. En la mirada inmensa y seria de estos niños veo afilarse un guerrero, un acero de espada venidera, mientras pasa su cuerpo, como incienso, haciéndoles angelitos negros de la nube barroca de la música, el eco intenso de La Internacional.
Unos son mahometanos. Otros son polisarios. Otros son, simplemente, del desierto, niños paridos debajo de un camello, niños que han lavado la blancura profunda de su piel negra con la arena del Sahara, como un agua de oro entre los dedos. Agua seca, oro molido, patria de arena, mapa de dunas, eso es lo que ahora aprenden y defienden: que son hijos de la ancha y hermosa fornicación entre la noche y el día, entre la pantera negra y el puma rojo, en el desierto, y han de defender su nada, su cultura de espacios, su utopía de oasis, contra otras viejas razas que empiezan a pudrirse de oro internacional, de imperialismo.
¿Niños politizados? Eso no es bueno. Niños, sencillamente, vestidos de intemperie, curtidos de sí mismos, un poco perdidos ahora en el pabellón valenciá de la Feria antifranquista del Campo comunista, pabellón que es todo él un altavoz, una falla en vivo con aceitunas recién enlatadas, almorzadores descomunales y reivindicaciones obreras con bote. Tienen túnicas rosa, los polisaritos, que hacen de cada uno de ellos el principito persa que le da a su túnica ese vuelo de siglos que viene ya en la raza. Pero les veo más claros y más oscuros vestidos de niños/niños, con incoherentes camisetas alicantinas que ponen Azorín (qué sabía aquel señor, qué saben ellos), y ha pasado su luz, su negror de oro, por el oro festivo y pálido de España. Son la revolución y no lo saben. Por eso son sagrados y mendigos.
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