Lou Reed, la provocación controlada
La gran fortuna de ver sudar a los mitos es que se les pueden aplicar miles de explicaciones, quedarse contento o defraudado, reír o llorar. Aquel tipo de arriba, rodeado por su enorme equipo y sus alucinantes luces, resultaba pequeño y algo carroza entre el humo y el vaho. Era Lou Reed. Cantaba sin gran convicción personal en sus textos, los soltaba envueltos en el celofán de la profesionalidad y el poliestireno de un sonido brutal, demoledor.
Uno no se espera al rey de las tinieblas bajo focos naranjas que cambian a verdes, azules, rojos o malvas. Uno no piensa que el héroe chirriante de una generación que buscaba el morbo de la ciudad lanzara sin la menor compasión miles de watios de sonido sobre un público que también era la víctima. Y, finalmente, uno tampoco estaba preparado para el control absoluto de su montaje que mostró un tipo casi obligado por imágenes previas a balbucear y tambalearse.Era un Lou, Reed sin guitarra y algo gordito, como en sus épocas más orondas. El cálculo, el control venía hasta por el lado de la provocación. Una provocación que era un juego, como cuando salió cantando Heroine, con su guitarra rasposa y pueril como único y pobre apoyo. Lou susurraba aquello de I guess I just dont know a un tempo lentísimo y la gente se indignaba y silbaba, y aquello iba a acabar mal, muy mal, porque ya se sabe que somos muy bestias. Pero no, ya que de repente entra el grupo a tope y la marcha se enseñorea de los espíritus cansados por la sauna, se sacan fuerzas de la indignación y se aplaude con fervor mariano a ese tipo algo carrozón que sabe demasiado. Ya no es una mística, es el poder wagneriano de un batería que hace las veces de Thor anunciando la tormenta de ideología frustrada y de sonido sucesivo que se nos viene encima. Y así, tras sucesivos mosqueos, el personal coreaba Waiting for my man, coreaba las canciones del prototipo de la siniestrez malsana, de la degeneración más miserable, como si fuera Miguelito o Peter Frampton. Pero es que Lou Reed ya no es todo eso, sino un showman que ha renunciado a una espontaneidad de la que carece, pero que aún es lo suficientemente astuto como para machacar a unos oyentes muy ingenuos.
El, que por lo demás cumplía. Cantaba bien, bastante mejor de lo que lo hizo unos años atrás y en este mismo (aunque entonces semivacío) local. Desde luego que era absurdo escucharle decir lo de «heroína es mi mujer y es mi vida». Lou Reed está demasiado sano, demasiado alejado de su alcantarilla, y esas palabras son apenas los ecos, de algo que escribió alguna vez, cuando se paseaba por los territorios de las ratas exquisitas de Nueva York. Era un espectáculo de lujo, pero allí no había ni amor ni odio, sino unas expectativas toreadas con habilidad y la gran pregunta: ¿Hay vida después de los 35?
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.