El Congreso del PSOE
Hoy SE inaugura el Congreso Extraordinario del PSOE, en realidad el acto final de un drama cuya representación quedó aplazada el pasado mes de mayo y cuyo desenlace los espectadores pueden adivinar sin grandes riesgos de equivocarse. La circunstancia puramente casual de que la asamblea socialista se reúna a finales de una semana cargada de crispaciones, inquietudes y temores va a contribuir a restar al acontecimiento cierto volumen de importancia y expectación. Lo que hubiera sido, en un clima de tranquilidad, un suceso político de primerísima magnitud tendrá que soportar la competencia de cuestiones mucho más cargadas de incertidumbres.Los socialistas han acumulado, a lo largo de los cuatro meses anteriores, un buen número de equivocaciones. Pocas veces han sido debatidas opciones ideológicas y políticas con tanta pobreza conceptual, tan escasa capacidad de convicción y tan sobreabundante exhibicionismo personal corno en esa polémica sobre el marxismo, pese a lo mucho que el partido se juega en el envite. Aunque los llamados «críticos» se han llevado la palma, por su inverosímil combinación de incompetencia teórica, incoherencia política y desenfrenada puja por robustecer su imagen personal, no les han ido demasiado a la zaga los presuntos mayoritarios -con algunas honrosas excepciones- y esos profesionales de la mediación que asumen el nombre de la «tercera vía».
Tampoco esos meses han sido fructíferos para los socialistas en su trabajo hacia la sociedad exterior. Las importantes responsabilidades municipales que los electores les confiaron el pasado mes de abril no han sido aún ejercidas en la medida de las expectativas ciudadanas. La expulsión del PSOE del señor Martínez Castellano, que le ha costado, como rebote, la alcaldía de Valencia, no ha resuelto las dudas acerca de las verdaderas causas de esa drástica medida (¿le hubiera sido aplicada la sanción en el caso de no pertenecer al sector crítico?) y ha abierto un interrogante sobre los costes políticos generales de las pugnas intrapartidarias de los socialistas. No se pueden hacer seguros vaticinios sobre la estabilidad de los ayuntamientos de izquierda, donde son mayoritarios los socialistas, y sus posibilidades de una acción continuada y eficaz. La ruptura, en la práctica, del acuerdo de unidad sindical entre UGT y CCOO y la concupiscencia de poder de algunos sectores socialistas, que sueñan con un Gobierno de coalición con UCD, podrían hacer inviable los pactos con los comunistas en la Administración local. En el País Vasco, y pese a los gestos del señor Benegas, los socialistas continúan perdiendo terreno, sobre todo después de que su estrategia de jugar al fallo de UCD les dejó por completo al margen de la negociación del Estatuto de Guernica. He aquí, pues, un partido cargado de problemas, no irresolubles en ningún modo, pero a los que tiene que hacer frente cuanto antes.
La existencia de un partido socialista con verdadera implantación social, con capacidad de gestión honesta y eficaz en las comunidades autónomas y en la vida municipal, con una estrategia sindical moderna y operativa y con un respaldo electoral que le permita aspirar en 1983 a formar Gobierno es una condición indispensable para el buen funcionamiento de las instituciones democráticas en España. El Congreso Extraordinario debería representar un gran salto hacia adelante en ese camino. La experiencia demuestra, y el debate previo al Congreso confirma, que el Partido Socialista está todavía por hacer en muchas cosas y que su crecimiento a lo largo de los tres últimos años no se corresponde con su estructura.
Parece lo más probable que Felipe González sea elegido por el Congreso secretario general. No sólo no existe alternativa seria a su candidatura, sino que además las posibilidades que tenga el PSOE de convertirse en una organización política a la altura que decimos dependen, en gran parte, de su elección. Felipe González, pese a los errores cometidos, es una de las notables personalidades políticas, quizá la más notable, alumbrada por el proceso de tránsito a la democracia. Ha quemado seguramente demasiado deprisa etapas que hubiera tenido que recorrer más despacio y ha tendido a congelar el poder dentro de un reducido círculo, cuya carta de ciudadanía la proporcionaban más las viejas amistades o las lealtades personales que las ideas políticas o la capacidad de organización. Pero la implantación electoral decisiva de los socialistas y sus éxitos en las urnas se han debido, en parte, Felipe González, cuyo liderazgo sólo en broma puede ser disputado por unos competidores que tienen todos sus mismos defectos, pocas de sus virtudes y un voluminoso equipaje complementario de carencias.
En cualquier caso, no se le puede arrendar la ganancia por su probable victoria. Evidentemente, nadie está en condiciones de exigirle que dé entrada en la comisión ejecutiva a los representantes del sector crítico. Tampoco podrá, sin embargo, ahogar o perseguir por vías administrativas a quienes han demostrado representar a sectores cuantitativamente significativos dentro de la militancia. Y, sobre todo, a Felipe González le queda la enorme responsabilidad de crear ese partido socialista capaz de ser una alternativa de cambio en la vida de los españoles y de ocupar en su día el poder.
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