Pastora y su "belle époque
Hubo un tiempo en que los más elegantes cronistas estilizaban sus piropos literarios para dedicárselos a Pastora Imperio: le sacaban chispas como fuegos artificiales al desgastado pedernal del tópico. Y Pastora era un tópico: gitana, bailaora, casada con un torero -El Gallo-, sevillana. Pero llegar a ser el arquetipo, la representación más pura del tópico, no es nada fácil.Sobre todo en un país y un arte, y en una época, donde todos aspiraban a ser precisamente el tópico.
Hasta los fríos, desdeñosos intelectuales de la institución, hasta los herederos del krausismo, se acercaron a ella; sobre todo cuando dio la señal uno de los puros: Manuel de Falla, que la vio en su Amor brujo, o cuando la buscó el duende Federico García Lorca.
Lo del duende resultaba muy útil para una intelectualidad que no tenía teorías propias para aplicar a Pastora Imperio, puesto que ella era el tópico de la raza, y ellos eran antitápicos y sospechaban mucho de la raza, del duende y del ángel se podía hacer una teoría, y una literatura; y Pastora los tenía. ¿Por qué? Si se pudiera explicar por qué no se habrían inventado esas palabras misteriosas. Pero el caso era que se podía convenir en que Pastora tenía el duende; y lo tenía en unas manos y en unos brazos maravillosos que se podían comparar al asombroso pie volador de Nijinsky. También era misterioso que en un país dedicado vocacionalmente a la contemplación del tronco de la mujer le sorprendiera, sobre todo, el movimiento de unas manos y la forma de alzar unos brazos -naturalmente, se decía, de sacerdotisa, de oficiante.
Pero, además, había un cuerpo, claro; y unos ojos verdes. Y una forma también con duende de decir, las pocas veces que la decía, la canción. Quizá se desperdició aquella voz, quizá no se le prestó demasiada atención: tenía otra magia, que es la de la musicalidad, que se encuentra tan raras veces en el mundo del espectáculo: en Sinatra, en Aznavour, en Bessie Smith.
Pastora Imperio no la utilizó nunca más que para hacer gracia, con alguna coplilla liviana, irónica, como la de la pequeña crónica de la hija de Don Juan Alba («dicen que quiere meterse a monja») o en el énfasis de un amorío poco más que quinteriano («por ti contaría la arenita del mar... »).
Pastora tuvo así la aceptación de los intelectuales de ceja alta, la de los más asequibles (Benavente, que le dio el nombre con una de sus frasecillas: («¡Esta Pastora..., vale un imperio!»); la de los señoritos de la pequeña y sórdida belle époque madrileña. Y, desde luego, la del pueblo. Llenaba los teatros ella sola. Los compartía luego, ya mayor, con otras reinas menores Isau-Carmen Flores, Amalia de Isaura, Miguel de Molina-; llegó a los fines de fiesta después del cine, enn su última época -en el Proyecciones de Madrid, por ejemplo-, antes de retirarse -aunque luego volviera a aparecer.
Lo que no tuvo nunca fue la adhesión de losjondos. Esa otra aristocracia la miró siempre con cierta pena: alguien que quizá habría podido ser, pero que se quedó en el camino del espectáculo. Los brazos, sí; las manos, desde luego; pero una bailaora, decían, es mucho más: hay también una cintura y unos pies... Quizá en Pastora anidó siempre un espíritu burlón que la separaba del fondo trágico de su raza, y del jondo. O quizá ese mundo profundo tiene más castas que el otro, más clases. Pastora fue respetada por ellos, pero a distancia.
Deja una pequeña estela de nostalgia en quienes fueron de su tiempo y la sobreviven. La nostalgia de esa breve y deslucida belle époque, la de unos cuantos madrigales de poetas, la de unas frases certeras de cronistas a lo Gómez Carrillo. Algo que está todavía muy próximo, pero de lo que se tiene la seguridad absoluta de que no volverá.
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