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Tribuna
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Marxismo: ¿confusión o revisión?/1

¿Va a servir para algo el debate desencadenado a raíz del 28º Congreso del PSOE? Tengo la sospecha de que no, al menos en lo inmediato y en lo que a la claridad de las ideas y de las posiciones respecta. Puede ser, en cambio, útil a la larga como inicio de la reconstitución teórica y práctica del socialismo español y, a la corta, como frenazo a la escasa responsabilidad y a la buena conciencia con que en el partido venía haciéndose una política que inevitablemente pasaba ante la opinión por la política socialista cuando era sólo manifestación de una seudo- estrategia hecha a base de improvisaciones y de adaptaciones -como dicen tan lindamente los franceses, a la petitie semaine (a la semanita)- a la política de la derecha posfranquista o al implacable transcurrir de los hechos.La avalancha de escritos y declaraciones ha sido impresionante, No será exagerado decir que esta ha sido -o está siendo- la gran polémica del posfranquismo. De esos textos y declaraciones, una gran mayoría son netamente contrarios a la llamada «ala radical» del PSOE. Parece como si la prensa española se hubiese lanzado de consuno contra los socialistas marxistas dispuesta a triturarlos, recurriendo para ello a argumentos a menudo falaces y en algunos casos al vilipendio cuando no a la simple infamia. (Señalo como excepciones, tanto más valiosas cuanto que son rarísimas, algunos editoriales publicados en EL PAÍS como el reciente del 19 de agosto).

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La impresión que se saca al cabo de este persistente fuego graneado antirradical o antimarxista es que la cultura política española -quizá la cultura a secas- no raya a mucha altura. Buena será esta la ocasión de reconocer la verdad de lo que José Luis Aranguren me reprochaba en nuestra amigable discusión de la pasada primavera en estas mismas páginas: sobrevalorar el nivel cultural español, mal acostumbrado yo mismo por el que suele caracterizar a los debates políticos en Europa. Aranguren tenía razón: me había hecho demasiadas ilusiones.

Creo que la izquierda del PSOE ha respondido en general a esta ofensiva con excesiva prudencia y timidez. Naturalmente, no hay por qué contestar a los insultos y a las infamias. Pero los argumentos tendenciosos o falsos y las palmarias contraverdades no deben quedar sin respuesta (aunque a menudo, ¡ay!, falte la tribuna pública desde la cual responder). Hay que esforzarse en todo caso por disipar la confusión y el personalismo en torno a un tema que es, no cabe dudarlo, de capital importancia no sólo para el PSOE, sino para la izquierda española en general y, por tanto, para el porvenir de nuestro país: el del fundamento y contenido ideológico y estratégico de un socialismo auténtico, a la altura de las realidades actuales.

Ya lo he dicho: no vale la pena replicar a las infamias, como la de quien en un semanario madrileño cada vez menos recomendable acostumbra a «pensar» con la panza y que ha tenido la innoble osadía de acusar de «heder a Gulag» a quienes mantenemos las posiciones del socialismo marxista. ¡Puah!

Dejemos también de lado las peregrinas especulaciones de mi buen amigo y «marxólogo» Jesús Prados Arrarte, a quien se le puede excusar sus equivocaciones respecto al marxismo (por ejemplo, ¿cuándo han sostenido los teóricos marxistas dignos de tal nombre que exista una tendencia a la proletarización general de la sociedad capitalista?; lo que sí afirman -y ahí están los hechos para darles la razón- es la tendencia a la universalización del sistema del salariado y, por tanto, de la plusvalía que sólo el salario genera. Pero no puedo extenderme aquí más sobre las divertidas «marxologías» de nuestro profesor). En cambio, lo inexcusable es que ose afirmar que el sector marxista del PSOE «ha hecho mucho daño a la democracia española». Es como sí alguien le preguntara aviesamente a él, socialista flamante, qué hacía por la democracia española en su calidad de jefe de estudios de ese conocido bastión de las libertades llamado Banco Central o cuando hace años polemizaba con Tamames defendiendo tajantemente el sistema bancario español contra toda veleidad de nacionalización (socialismo puro, ya se ve). Jesús Prados, es verdad, ha luchado por la democracia española, pero no más ni más dignamente que marxistas como Tierno, Bustelo, Castellano y Gómez Llorente; simplemente, lo ha hecho en nombre de un ideario que ni antes ni ahora (pese a su carnet) puede coherentemente calificarse de socialista.

Pero vayamos a los argumentos de fondo esgrimidos contra los marxistas del PSOE.

Esteticismo o testimonialismo

En el movimiento obrero ha habido siempre grupos minoritarios que vivían la revolución como simple postura moral o como imposible utopía consoladora. Es el esteticismo revolucionarista que hoy sobrevive en el maoísmo espontaneísta o en los nuevos brotes del anarquismo intelectualista o de salón. Pero aplicar tal calificativo a la izquierda del PSOE es puro disparate. Porque, ¿qué serán entonces el PCE y los partidos que se sitúan a su izquierda? No, honradamente; la izquierda del PSOE es, en términos generales, un grupo de marxistas centristas cuyo correlato político más cercano es el grupo centrista (mitterrandista) del PS francés. ¿Y quién está dispuesto a hacer el ridículo afirmando que Mitterrand es un «radical» tentado por el esteticismo y el testimonialismo, poco dispuesto a gobernar? Y ya que nuestros «realistas» de todo pelaje, que además tienen siempre la palabra Europa en la boca, nos machacan siempre a los «esteticistas» con el cuento de la eficacia electoral y la necesidad de gobernar, bueno será que les recordemos algún curioso caso europeo como el de la resurrección «esteticista» del PSF. En 1971 le reúne en Epinay, cerca de París, el congreso de la vieja SFIO francesa y, en torno al nuevo secretario general, François Mitterrand, crea un nuevo partido, el PSF, que rompe decididamente con la política de colaboración de clases y de tercera fuerza (más bien «tercera debilidad») del molletismo y formula una estrategia «radical» de ruptura anticapitalista. ¿Consecuencias prácticas? En las elecciones presidenciales del 69 el socialista Deferre, aun con el refuerzo prestigioso de Mendès France, no pasó, creo recordar, del 8% de los votos. A partir del congreso «radical» de Epinay el PSF no hace sino incrementar su porcentaje (más aún gracias a su alianza con el PCF). Hoy es, electoralmente, el primer partido de Francia, con el 25% de los votos. Y el número de sus militantes casi se ha triplicado.

Otro ejemplo europeo, éste a contrario: ¿Qué ha ganado el PSI con su política moderada y colaboracionista de «centro-sinistra»? Pasar, si no me equivoco, del 16% ó 17% al 9%-10%. Mientras, el PCI crecía constantemente hasta alcanzar en 1976 el 36% de los votos. Y, aún más recientemente, la política ambigua, moderada, «ultrarrealista» de compromiso histórico a lo Berlinguer le ha valido al PCI la más sonada de sus derrotas electorales: del 36% pasa al 30%. ¿En beneficio de quién? No del PSI, sino de la izquierda libertaria del Partido Radical y de la abstención (sobre todo, dato agravante, entre los jóvenes).

A la luz de estas experiencias europeas, en países que son los que más se nos asemejan estructural e históricamente, ya puede imaginarse de qué lado está el realismo, incluso electoral, en el PSOE: en el de quienes se niegan a cambiar las posiciones de la teoría y la práctica de la lucha de clases por el plato de lentejas de una «mejor gobernación» de los intereses de la burguesía capitalista. Si el PSOE abandona esas posiciones, con la ilusoria (e incoherente) pretensión de ganar votos a su derecha, la historia puede mostrarnos dentro de uno o dos lustros o de tres o de cinco un PSOE canijo y cadavérico (como la SFIO de Guy Mollet) junto a un PCE que arrastre el 25% de los votos. Quizá es esto lo que en su miopía histórico-política espera el señor Carrillo, pero con ello quedará excluida por largo tiempo la posibilidad de toda alternativa socialista democrática a la sociedad capitalista heredada del franquismo.

En el PSOE todo el mundo es reformista (salvo quizá algún grupúsculo insignificante) en el sentido de que nadie concibe la posibilidad de tomar el poder por el método insurreccional en las sociedades de capitalismo avanzado. Lo que pasa es que hay dos tipos de reformismo: el clásico, que ya teorizaba a principios de siglo Eduard Bernstein y que lleva a abandonar la lucha de clases y la estrategia anticapitalista, es decir, a la política socialdemocrática, y lo que yo llamaba hace un par de años en estas mismas páginas de EL PAÍS reformismo revolucionario: no hay Palacio de Invierno que asaltar y el poder sólo lo conquistará el frente de clase anticapitalista, constituido en tomo a la clase obrera, mediante un proceso más o menos largo de reformas de estructura que vayan socavando el poder y la integridad del capital en favor de un sistema que, aun manteniendo el salariado y, por consiguiente, la plusvalía, vaya reduciéndolos progresivamente y organizando la producción en función de una lógica que no sea la del beneficio máximo, sino la de la satisfacción de las necesidades sociales no manipuladas por aquélla. De ahí que no comprenda que un hombre tan alerta a las realidades contemporáneas como Ignacio Sotelo insistiera, hace poco, en la oposición puramente académica entre «revolución marxista» y «revolución dernocrática». Falso dilema: la revolución marxista, hic et nunc, sólo puede ser la revolución democrática. La oposición real, esa sí, es entre estrategia leninista (cuyos resultados ya conocemos hoy, sesenta años después de su victoria en Rusia) y estrategia reformista-revolucionaria, en cuya formulación y puesta en práctica radica la inmensa tarea de la actual generación socialista.

En el próximo artículo veremos la cuestión del marxismo tal como lo concibe el ala izquierda del PSOE.

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