Por una apertura de los tribunales
Fiscal en la Audiencia Territorial de Madrid
Unas veces se cita a Clemenceau -«la guerra es demasiado seria ... »-, otras, unos versos de León Felipe -«romero, siempre romero ... »-. En ambos casos se reclama del hombre un estado de alerta ante las cosas, ante los acontecimientos. La rutina, la reiteración de los actos propios del oficio, adormece la capacidad de respuesta o, lo que es lo mismo, el sentido crítico. Todo lo cual es grave siempre -cualquiera que sea la esfera de nuestra actividad: conducir un camión o explicar filosofías- y peligroso para la sociedad, si la acción implica un poder sobre los otros.
La justicia ha gozado durante mucho tiempo de una no recomendable inmunidad que la libera de la opinión ajena publicada y abierta, A veces la crítica roza la ofensa, y de esto deciden precisamente los tribunales, en un esfuerzo hacia el esquizo, porque a nadie le apetece ser juez y parte en una causa. La falta de experiencia hace que periodistas y no periodistas, cuando se refieren a la justicia, acrediten una gran valentía personal o incurran el ligerezas y, con ello, arriesguen su tranquilidad y su porvenir inmediato. Hay más de una persona -entre las que se cuentan hasta un catedrático de Derecho y ex ministro de la actual Monarquía- que pueden atestiguar por sí mismos la verdad de estas afirmaciones.
Y, sin embargo, un poder que se sitúa de hecho fuera del campo de la crítica ciudadana es un poder peligroso, porque puede producir envanecimiento en los que lo ejercen y temor y desconfianza enmudecida en los demás. En una palabra: desequilibra las relaciones propias de una sociedad democrática, habita planos inaccesibles a la acción del pueblo, que es donde reside la soberanía, si bien -si mal- unas veces violentamente y otras con artilugios sea usurpada por unos cuantos.
El lento y doloroso parto de la democracia que se nos anuncia y promete debe traernos, aunque sea en flacas e insinuantes dosis, la posibilidad de hablar de la justicia y de los ciudadanos en que encarna. De dónde vienen, qué -mentalidad tienen, quién los vigila -qui custo-diat custodes-, ante quién han de responder. Y también cómo están organizados, qué misteriosa -desconocida razón les aleja o aísla de la vida social, reconduciéndoles a fori. mas residuales de sociedades superadas políticamente.
El oficio de juez o de fiscal suele ir unido a una tradición familiar -como ocurre también en otras profesiones; basta leer los escalafones de las carreras para comprobarlo-, sin que ello implique, desde luego, la transmisión de especiales genes ni de cromosomas añadidos, que decidirían la condición de justo en el individuo. Más bien la selección viene dada por las posibilidades económicas de los progenitores -nada boyantes, por regla general- o por la región de nacimiento. Los jueces suelen nacer en sociedades no industrializadas (hay pocos jueces catalanes, pocos vascos; hay muchos extremeños, gallegos, andaluces, castellanos.... lo que debiera dar que pensar a los defensores de ciertas autonomías y de ciertas tesis judicialistas). Y de este modo trasladan a una esfera de poder del Estado la mentalidad del grupo social a que pertenecen, la visión de la parte de España menos agitada, la más remansada y aquiescente con la historia, de cambio y andar cansinos. Jueces, guardias civiles, policías y emigrantes suelen tener una patria chica común. (Pero «haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje».)
La ideología o la concepción del mundo y de la vida de los jueces y fiscales -reducidos a la categoría de funcionarios de la justicia- se -refleja en las resoluciones de los graves problemas que están llamados a decidir. Sobre todo, la timidez ante lo nuevo -así es la clase media-, el respeto, la imitación de lo ya establecido -así es la clase media, sonriente y complacida seguidora de la ideología dominante.
La lectura de la jurisprudencia, -la prudencia no es justicia, que son virtudes distintas- aclararía un poco todo esto. Pero las sentencias se publican en un libro que nadie lee, escrito en un lenguaje arcaico, plagado de garundios, que aparece con varios años de retraso con respecto a los hechos que han sido enjuiciados. Sería saludable ejercicio transmitir por televisión, por ejemplo, cómo se elabora una sentencia, cómo se desarrolla una reunión del Consejo Judicial o del Consejo Fiscal, para que los ciudadanos pudieran conocer hechos importantes que les atañen, del mismo modo que pueden presenciar la resolución de un tribunal de oposiciones a cátedras, las deliberaciones de ayuntamientos, del Congreso de los Diputados... La lectura de la jurisprudencia -para eso se escribe y para eso está ordenada su publicación- o la visión de un acto de Gobierno o de decisíón de los tribunales instruiría a los ciudadanos acerca de su futuro comportamiento, tanto individual como político, y sería bueno para los propios jueces y magistrados, al verse objetivados en un espejo.
En tiempo próximo se va a ordenar la justicia para ponerla de acuerdo con los principios que la Constitución recoge y proclama. Que así sea. Pero mucho es de temer -por las trazas que llevan las cosas- que esta gran tarea se vea reducida a tratos entre grupos, celebrados en habitáculos insonorizados para que sus dichos no sean oídos por los ciudadanos y para protegerse los tratantes de los molestos pareceres ajenos, frutos de la funesta manía de pensar. De este modo no se habrá cambiado el sistema que conocemos desde casi siempre, aunque -algo es, pero demasiado poco para tanto esfuerzo y esperanza- haya habido una labor de aseo en las maneras, de sustitución parsimoniosa en las personas, pero el producto saldrá anémico de democracia.
La vocación claustral de los que están en los poderes se extiende día a día. Condenar al silencio a los demás es una norma reiterada y odiosa. Por eso y contra eso -que nos conduce adonde ya estábamos estos años pasados- habrá que reclamar la práctica de la información y del debate (acerca de la subida del precio de los transportes públicos y de las patatas; de la organiza ción, de las finanzas y del funcionamiento de las empresas públicas; de las corporaciones públicas y de tantas cosas más, para que las decisiones que adopten no caigan sobre el ciudadano como un rayo, ineluctable y ajeno). Por lo que aquí se refiere, habrá que debatir de la justicia. Porque, sin perjuicio del deber de los «elegidos», existe el derecho de los ciudadanos a intervenir en la creación de la opinión pública; a negar el monopolio de su interpretación que pretenden arrogarse los representarites, al modo.de los antiguos pontífices... La soberanía popular no es una inspiración y actividad vecera, sino cosa de todos los días, incesante,, so pena de abdicación.
Una parte del debate acerca de la justicia habría de producirse -superfluo es decirlo- entre las personas que trabajan en ella. Algo saben de las necesidades funcionales, económicas, de organizacíón, etcétera. Algo pueden aportar a la ordenación futura de la justicia. Pero ni siquiera se les ha pedido parecer. Y, sin embargo, es de recordar que el primer Código Penal -de 1822-, fue precedido de informes, discusiones, estudios, requeridos a audiencias y universidades, a asociaciones, a los ciudadanos (claro que, como es sabido, el Código se elaboró en una etapa regida por gentes liberales, ingenuas en sus creencias democráticas).
El debate no debe ser, desde luego, un oficio de iniciados. La justicia afecta a todos. Ya se entiende que no todos podrán, ni querrán, opinar. Pero ni es bueno dejar el asunto en manos de supuestos pensadores de profesión ni parece lícito que el examen público sea eludido, impedido desde alturas conseguidas más de una vez no por ascensión, sino, trepando. El momento histórico que vivimos lo exige, después de tanto silencio almacenado. Y hasta la época del año, propicia a los hados de lajusticia, porque, como ocurre desde hace más de un siglo, «en el día 15 de septiembre... o cuando éste fuere festivo en el siguiente, se verificará la solemne apertura de los tribunales ... ». Sería, probablemente, la mejor forma de comenzar, una apertura de par en par.
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