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Inhibición por consenso

Lentamente, una especie de nuevo consenso parece implantarse en el país, patrocinado unánimemente por las distintas fuerzas políticas; y sociales. Existe desde hace unos meses un cierto acuerdo tácito de no abordar lisa y llanamente los problemas más acuciantes que plantea lo cotidiano, eligiendo en cambio el camino de la discusión bizantina y el planteamiento esotérico de cuestiones similares al tan manido ejemplo del sexo de los ángeles. Y no deja de ser curioso que esta actitud sea especialmente perceptible en los asuntos económicos, sin duda la apuesta de futuro más trascendente que tiene planteada ahora mismo la sociedad española.La peculiar presentación del programa económico del Gobierno y las reacciones subsiguientes demuestra hasta qué punto la clase dirigente del país se ha contagiado de la funesta manía de medir sólo el corto plazo y dejar pudrir los temas hasta que la acción drástica se haga ya inevitable. Pero, sobre todo, se perfila cada vez con mayor fuerza la generalización del vicio de no llamar a las cosas por su justo nombre, como si silenciar los auténticos problemas contribuyera a solucionarlos. Es un hecho que el Gobierno de UCD, en el poder desde hace más de dos años, ha necesitado tres meses para cumplir el compromiso parlamentario de formular una política económica a medio plazo. Y a punto estuvo de no cumplirlo, a la vista de las dificultades surgidas en las sucesivas redacciones. Pero lo realmente grave es que, tras alcanzar el parto, sus autores se hayan ensoberbecido y pregonen -pública y privadamente- su éxito, como si realmente hubieran logrado que la economía española superara su aguda crisis.

Decir que el programa es bueno o malo es, en el fondo, entrar en el falazjuego que se nos presenta. Un Gobierno está esencialmente para gobernar o, si se quiere, para hacer cumplir una determinada política económica. Lo que sabemos desde el pasado día 14 de agosto es que el Gabinete ucedista cuenta con un modelo de actuación concreto -que no es poco-, en el que, sin embargo, se incluyen tesis harto discutibles y, sobre todo, faltan importantes cuestiones. Lo que está por ver a partir de ahora es si su capacidad de resolver la crisis es real, presuponiendo -que ya es- que exista una auténtica voluntad política para correr con los indudables costes de la tarea. Hasta ahora, nada de todo esto se ha visto. Los últimos dos años se han caracterizado por una actitud más bien inhibitoria, con esporádicas decisiones afortunadas, adoptadas en buena medida cuando no había otra alternativa. Luego, los responsables del equipo económico han caído en la fácil tentación de autoadularse por sus aciertos como si ello justificara todo lo demás. A fin de cuentas, gobernar se ha convertido en lo excepcional, e inhibirse, en un puro hábito.

El programa económico adolece de varios e importantes defectos. Pretende cargar toda la responsabilidad de la crisis en la última elevación de los precios del petróleo, y, en cierto modo, destila la intención de convencernos a todos de que UCD no es, en absoluto, responsable del actual estado de la economía española. Paradójicamente, uno de sus párrafos incluye la profesión de fe más optimista que se recuerda, y afirma textualmente que «la escasez de petróleo es un hecho que acabará siendo superado a medio y largo plazo». Otros temas son abordados con cierto realismo, especialmente aquellos que se refieren a la gravedad del desempleo, los sectores en crisis y el caos de

Administración y Seguridad Social. Pero no se señalan las acciones para subsanarlos, ni mucho menos sé explica por qué motivos se ha permitido su progresivo agravamiento durante estos dos últimos años. No hay, en definitiva, una voluntad de auténtico reformismo, ni se quiere adoptar el compromiso de abordar en profundidad la reconversión de todo el sector público -ineficaz e improductivo como pocos- más allá de cubrir sus crecientes déficit a medias entre la aparición de nuevos impuestos y el hábil camufiaje de gastos en sucesivos presupuestos. Un ejemplo -certeramente señalado por CEOE- es la solución adoptada para reducir el desajuste de 400.000 millones de pesetas, calculado para el presente año, recurriendo a un nuevo impuesto sobre el carburante, al amparo de la última subida de julio.

Podrían señalarse muchas ausencias y no pocas deficiencias más. Ni una línea del programa se refiere a la agricultura, actividad que ocupa a más del 20% de la población activa. Tampoco se hace referencia al sector turístico, principal fuente de divisas y en situación difícil ahora mismo. Pero lo más sorprendente acaso sea la exclusiva referencia a la futura integración en la CEE, incluida -quizá por lo inevitable- en el apartado de política arancelaria. A nadie escapa que, además de la evidente crisis, la entrada en el área del Mercado Común comportará para este país una reconversión profunda. de todas sus estructuras económicas. Parece lógico que las transformaciones obligadas por la caducidad de nuestro modelo económico se realizarán con la mirada puesta en ese horizonte. No se deduce lo mismo tras la lectura del programa.

Volviendo al principio, lo más preocupante de todo es la apatía y el desinterés con que no sólo el programa, sino la propia crisis, están siendo afrontados. Cada fuerza, social o política, procura sacar exclusivamente su propio provecho en este y otros temas. Sería hasta lícito si además contribuyera a solventarlos o, al menos, diseñar una alternativa realista y coherente para afrontarlos. No lo es de este modo.

Cuando hasta el principal partido de la oposición declara haber esperado para formular su programa económico que el Gobierno publicara el suyo, las centrales sindicales circunscriben sus peticiones a mayores salarios, bajo amenaz,as de otoños calientes, y los empresarios insisten machaconamente en que se autorice el despido libre, sólo cabe pensar que, o bien se ha alcanzado un consenso para la inhibición, o nadie ha entendido nada.

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