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Tribuna
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La inminencia de los centauros

Dispuesto a hundir mi más que ajada fama con la promiscuidad de las apariencias, acepté ayer la invitación de dos romeros árbitros canarios para asistir a un espectáculo de travestismo en una sala madrileña llamada Los Centauros. Nada más aceptar, y sin saber en verdad por qué, me vino a la memoria, al trote, un poema de Jorge Guillén que se titula La inminencia. Entonces dije: «Sésamo.» La puerta, con suavidad solemne y clandestina, se abrió. Yo me sentí sobrecogido al ver, sobre una estantería de la entrada, un ejemplar de Don Balón; pero, no obstante, penetré. Penetramos. De un golpe, vi una sala diminuta. Arañas por cristal resplandecían sobre una fiesta aún sin personajes. Entre espejos, tapices y pinturas, casi estábamos solos. Un resplandor vacío quedaba reservado al bailón que trotaba en la única esquina del escenario. Pedimos unas copas a un camarero conversable. Y esperamos la luz ultravioleta y otro salaz silencio, latentes de una gloria ya madura bajo una firme y deportiva decisión. Entonces...Desfile cantarín de la compañía. Hombres disfrazados de mujeres, a su vez disfrazadas de camareros que menean bandejas, pelucas, plumas y tacones de punta. Lenguas provocadoras entre brillantes círculos de rojo intenso, A mi lado, una pareja arrufianada discute sobre si Tyrone Power satisfacía o no a su esposa. Y aparece de pronto, macizo y leve a un tiempo, Miguel Velasco. De mogollón. Es una espléndida Juanita Reina de pelo en pecho, ataviada de negro acampanado, coronada por una solemne peineta, ojerosa, gesticulando con rigor perverso y cantando emotivamente aquello tan enorme y mantecoso de que le hirieron sus pestañas, madre, como si fueran bayonetas.

Del erotismo bélico no quieren saber nada otros imitadores. Confórmanse, gustosos, con coco-gua-guas de Ana y tropicales arrebatos de La Terremoto. La fiebre de la rara perfección vuelve a subir sin tino con el goloso y cucañero renacer de la niña Marisol. Vestidita de blanco, con cinturón azul marino, la rubia compañera de Gades recupera sus años tomboleros y el reino sadomasoquista de los Goyanes. La imitación es tan cabal que mi pareja colindante se olvida de Tyrone Power y enmudece ya, al fin.

Después hay más figuras esperpénticas, más parodias, más nombres. Y un strip-tease, para hacerse cruces, a cargo de la mayor belleza de la compañía. Luego, antes o casi al mismo tiempo, aparece Luis Sarahay. Su papel no engaña: «¡Hola!, ¿qué tal?» Vo-ca-li-zan-do, ti-ti, chas-can-do len-gua, tú: «Buenas noches a todos, ustedes, vosotros.» Remoción general.

Descubre sus encantos Sara Montiel. Pide mano inocente para bajar de la tarima. Se ofrece un voluntario con rapidez. Y ella: «¿De dónde eres, encanto?» El: «Soy aragonés.» Sara-Sarahay: «Brutito mío, toma, guárdame ese plumón. » Se lo guarda el maño, tras esbozar con elocuencia muda un gesto obsceno de superdotado o presuntuoso. Sara se fija en otro admirador: «Hola, guapísimo.» Tímida voz: «Gracias.» Réplica pecadora: «No, chato, dáselas al fijador.» Viene ahora hasta aquí. Se sienta en las rodillas de uno de los árbitros canarios. Nos mira a los tres; musita: «Hola, aquí pasa algo. Tres bigotes. O sea, vosotros, digo, que a mí me da que sobra uno o falta otro.» El árbitro responde: «Falta José María García. Le dio vergüenza venir.» Y ella, imperturbable: «Pues dile que se crezca en valor, que ya no es hora de tener vergüenza.» Y enlaza al vuelo: «Ni mis admiradoras tienen ya vergüenza. Por eso me escriben y me preguntan: "Sara, mujer, ¿es verdad que a una hija adoptiva se la puede querer tanto como si se la pariera?" Y yo respondo: "Pues claro, mujer, pues claro." Y es que no acaban de darse cuenta de que estoy enchochadísima ... » Aplausos.

Disfrutamos del despuntar del día tomando chocolate con churros en San Ginés. A estas horas, Javier Marías, aquejado de la dificultad de ni siquiera en sueños ser, debe de estar tachando del mapamundi familiar los nombres pueblerinos que no lindan con Oxford, Jena o Venecia. Eso sí, sin ímpetu, sin medios, sin fogosidad, sin control ni ambición. De casta, iay!, le viene a ese castizo que se disfraza ahora de metafórica orfandad.

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