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Salzburgo o la transición armónica

Sobre la antigüedad de los festivales musicales se ha escrito bastante y, en algunos casos, con gran perspicacia y buen sentido histórico. Pero en realidad, este tipo de celebraciones, en las que suelen ir de la mano la música, la danza, el teatro, las artes plásticas, es tan antiguo como queramos investigar.En 1921, bajo el impulso de Reinhard, Strauss y Hofmannsthal, comienza la historia de los festivales salzburgueses con la representación de Jedermann ante la catedral. Iniciación teatral que progresivamente se ampliaría por vías de lo musical hasta alcanzar un esplendor que permanece y que resistió hasta los más duros embates de la política y la guerra. Esto dice la historia. Pero ¿es exactamente cierta? Porque ese mismo año fundacional de 1921 encontramos en la ciudad del Salzach un espléndido Festival Mozart, promovido y dirigido por Paumgartner, al que acuden melómanos e intelectuales de toda Europa. El Requiem fue centro emocional, pero ya estaban vivas las serenatas en el patio de la residencia, a la luz de las antorchas. Al año siguiente, un festival de música de cámara hace realidad la idea de la Palise: «El interés de un festival internacional reside en la posibilidad de escuchar música de diversas naciones.» En este caso, la entonces «nueva» música de Alemania, Austria, Italia, Inglaterra, Francia y España sirvieron de convocatoria. Gieseking daba lecciones interpretátivas de Ravel y las canciones de Falla hacían escribir a los comentaristas sobre la «España ardiente».

Mozart, contemporaneidad, ciudad

Ya tenemos los dos puntos característicos del festival salzburgués: Mozart, como centro; internacionalidad y actualidad, como vocación. Ni la obra genial de Wolfgang Amadeo, ni la conciencia de contemporaneidad habrían bastado para hacer de Salzburgo un festival más que ejemplar, matriz. Hay que tener en cuenta el lugar, el entorno, la ciudad misma en la que -como escribe Zweig- «el arte de la transición armónica es lo maravilloso, pues los contrastes más estridentes se alzan frente a frente diluidos en piedra y acorde consonante». Esa visión de Salzburgo «construida para servir de instrumento» puede ser la clave que nos haga comprender la significación pasada y presente del festival, hasta hacer de Salzburgo explicación idónea de lo que debe ser un festival, más exacta que la del mismo Bayreuth atenido a la veneración de la obra wagneriana.

Una vez más, Salzburgo acogió este año interpretaciones magistrales de Mozart, Beethoven, Schubert o Schumann. A su lado, una larga teoría de recitales de lieder fue desgranando las canciones cantadas por Schreier, Fischer-Dieskau, Obratsova, Berry, Te Kanawa, Horne, Talvela y Ricciarelli en una antología que, prácticamente, acogió todo el mundo inefable que va desde el clasicismo a los contemporáneos, desde los ingleses a Turina, desde Schubert a Moussorgsky, desde Bellini a Duparc. En la ópera, en uno de los teatros más funcionales de Europa, una trilogía mozartiana formada por Titus, Las bodas y La flauta mágica, se prolongaba con Ricardo Strauss en Ariadna y con el Verdi de Aída, en la que Carreras hizo dúo con Mirella Freni. Los recitales de Weissenberg, Richter, Szeryng y Beroff, el acontecimiento televisivo de la Orquesta de la Comunidad Europea, la audición de obras-acontecimiento, como la Novena el Requiem de Berlioz o el de Mozart, dieron paso a un conjunto de páginas contemporáneas: Messiaen, Cerha, Zimmermann, los estrenos de Radauer (Evocación de Ockeghem), Penderecki (versión de concierto de Visión y Final) o Lubos Fiser (Serenata para Salzburgo). En suma, el festival mantiene sus valores iniciales, a los que hay que sumar los ciclos de Pascuas y Pentecostés.

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