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Tribuna
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La huida del puma sanguinario

Malabo es una ciudad donde el miedo y la alegría se dan la mano. Miedo, porque la cabeza del tirano todavía no ha rodado al suelo y aúlla como la de una bestia herida desde cualquier rincón de la selva insondable, fraguando quién sabe qué venganza. Júbilo, porque, pese a su aún no quebrado poder, va a costarle trabajo volver a aquellas orgías de sangre con un pueblo al que parece que el tirano, como un dios maléfico, ordenará desde la magia regresar a la edad media de los hombres negros. Les ha dejado sin luz eléctrica, sin teléfono ni alimentos; la selva se enseñorea de Guinea Ecuatorial.Los viajeros que llegan de Bata con noticias de su aislada corte de Mongomo cuentan versiones escalofriantes, cuya exageración cuadra con la distancia que separa la isla del continente. En sus últimos meses de reinado, Francisco Macías Nguema se sometía a alargadas sesiones de brujería durante semanas, como un hechicero loco que ha abandonado sus relaciones con los mortales para establecerlas únicamente con divinidades roncas, cuyo lenguaje sólo él conociera. Abandonado por la última de sus esposas,Clara -Mónica se refugió, enferma, en Corea del Norte-; enfrentado a sus hijos, aislado de todos, únicamente recupera su fuerza de puma negro cuando el villorrio donde anida todo su fasto estridente recibe la comunicación de que ha sido destronado. Moviliza a sus más fervientes vasallos, hace acopio de alimentos y armas y pone media corte en marcha por la selva para atajar a los golpistas.

Según los viajeros, un fuego interior ofusca y bloquea entonces sus decisiones, otrora brillantes y velocísimas, como las de una pantera oscura. Este drama interior tiene dos ingredientes: la irritación por haberle abstraído de su soberbio mundo de diálogos con entes no mortales y la humillación de saberse dudado por un pueblo sobre cuyos lomos descargó inútilmente, como ahora ve, la vara, la fusta amorosamente guardada para bañarse de sangre casi a diario. Los apaleamientos, las muertes de sus enemigos a bastonazos o humillados, mientras las fieras les devoraban, quedaron un poco atrás. Tal vez pensaba que el pueblo ya había escarmentado y que ahora le dejaría en paz para hablar a solas con otros reyes, con certeza no nacidos en nuestro mundo.

A este lado se halla Macías. Enfrente se le ha situado la realidad. Su pueblo abomina de él en silencio -teme las delaciones-, pero en silencio se rumia ese odio, siempre listo a ponerse en marcha. Han sido once años de discursos grandilocuentes, salpicados por su narcisismo asfixiante y demagógico, por sus peroratas para hacer entrar por su aro a todo un pueblo que jamás pudo prever que su voto hiciera emerger al poder un hombre tan profundamente sanguinario. De sus discursos, relucientes como el quicio del látigo cuando restalla sobre un cuerpo humano, Macías sacó la fuerza para mantenerse tanto tiempo al frente del país. Realmente tenía carisma, un carisma apuntalado sobre ríos de sangre, jirones de carne desgarrada en la tortura, labios que mugieron de dolor a la muerte.

La derrota

Acorralado por su confusión, Macías comienza a perder la guerra en la carretera que lleva desde el confín que eligió para vivir, en la ciudad de Nzayayong, donde naciera su padre, hasta la costera Bata. Los reveses ante la artillería de sus enemigos le resultan insufribles. En pleno combate comienza a hacer promesas de nuevos reinos, mejores, a los soldados, que le mantienen lealtad de hechizados, y no puede soportar las primeras -desde entonces, continuas- deserciones. Ha llegado a diecisiete kilómetros de Bata, pero ya es tarde. No podrá volver a subir las bruñidas escaleras de su majestuoso palacio de Bata, de corte y sabor colonial, ni volverá a dar órdenes de matar a tiros las bandadas de grajos negros que, como presagios, han, sobrevolado a veces sus residencias, mientras sus dientes rechinaban de un modo que infundía los más oscuros presentimientos a sus colaboradores.

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Con la derrota, la retirada. En pIeno territorio de su tribu evoca os lazos de la sangre y exige la ayuda de sus parientes fang, de cuya lealtad nunca quiso dudar. Cientos de ellos huyen a la selva o e refugian a su paso. Loco de ira, manda matar y mata él mismo a centenares de paisanos suyos, a quienes no ha dado tiempo de nutrir las filas de los sublevados.

El cerco se cierta

El cerco se aprieta a su alrededor. Entre sus leales hay ya muchas bajas. Se siente exhausto y tiene que seguir retrocediendo. Ordena talar los árboles de los caminos por los que huye, para que al abatirse entorpezcan durante unas horas muy valiosas la senda de los que le buscan con las armas montadas. Consigo lleva las arcas del, país, en divisas" ya que antes, en venganza, ha quemado también con sus manos más de tres mil millones de ekueles, la depreciada y muda moneda guineana, sin cotización internacional.

En un momento se separa del grueso de sus tropas, muy mermadas ya por las deserciones o los disparos del enemigo. En un punto que nadie conoce cierra su atmósfera con unas decenas de sus más leales soldados y penetra decidido en lo más intrincado de los bosques, donde ahora una infeliz orden dada por él mismo hace años -la prohibición de usar armas de fuego, siquiera para cazar- se le vuelve rotundamente hacia la cara. La selva está repleta de las fieras no cazadas durante estos años y de las bestias que desde selvas fronterizas de Camerún y Gabón buscan refugio de los cazadores de allá. En la oscuridad, teñida en verde por el bosque, su respiración rezonga entrecortadamente acorralada. En la selva se ha perdido una alimaña. Ahora, de los corazones de este atribulado pueblo guineano sale una plegaria silenciosa.

Todos se preguntan si en su canana guardará cartuchos suficientes para acribillar a todas las fieras que en el fondo del bosque le observan con respeto atento, buscando una distracción suya para clavarle la zarpa en su cuello. Su rastro se ha perdido. Todo puede ser.

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