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Entre San Polo y San Saturio

He revivido, versos y realidad a un tiempo, tal vez con mayor emoción que nunca, con una comprensión más honda de su belleza y su sentido, ese fragmento de paisaje que descubrí hace 33 años, guiado por la poesía de Antonio Machado:«He vuelto a ver los álamos dorados, / álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio, / tras las murallas viejas / de Soria -barbacana / hacia Aragón, en castellana tierra- / Estos chopos del río, que acompañan / con el sonido de sus hojas secas / el son del agua, cuando el viento sopla, / tienen en sus cortezas / grabadas iniciales que son nombres / de enamorados, cifras que son fechas. / ¡Alamos del amor que ayer tuvisteis / de ruiseñores vuestras ramas llenas; / álamos que seréis mañana liras / del viento perfumado en primavera; álamos del amor cerca del agua que corre y pasa y sueña, / álamos de las márgenes del Duero, / conmigo vais, mi corazón os lleva! »

El viento no es ahora perfumado, a menos que se considere así el olor a grasa que sale de una fábrica plantada exactamente en la orilla, y que no parece inquietar a los «ecologistas» de profesión o de afición. Pero no es eso lo más grave, sino que me pregunto si se podrán volver a ver muchos años esos álamos dorados o verdes, según la estación, esa «tabla» en que el Duero se remansa y convierte en espejo, esas viejas piedras armoniosas -de las pocas que quedan en la mínima y bella ciudad de mala fortuna, ese paisaje que, por si fuera poca su belleza serena y recóndita, fue elevado, interpretado, depurado por la poesía de Machado, por los versos que he copiado para refrescar la memoria del lector-, eso que algunos de los que tanto han aprovechado a Machado para sus fines propios llaman ahora «monsergas».

El sonido de las hojas secas, y el mismo son del agua, ¿quién los oirá, cuando retumben por encima los camiones estruendosos? Esos álamos, ¿cómo serán liras del viento? La tabla del Duero, ¿podrá reflejar otra cosa que el tráfico de nuestro tiempo? Y cuando al perfume de la grasa se mezcle el de la gasolina quemada y los tubos de escape se encarguen de embellecer los crepúsculos y velar la Luna que asoma tras el Moncayo, ¿quién podrá soñar?

Soria necesita un puente. No basta ya el de los ocho tajamares, el largo puente bajo cuyas arca-, das de piedra se ensombrecen las aguas plateadas del Duero. Y hay que hacerlo precisamente ahí, entre San Polo y San Saturio, en un lugar prodigioso en que convergen el río remansado, la vegetación, los viejos edificios, las tradiciones populares sorianas y, por si faltaba algo, un divino poeta, para conseguir una de las pocas bellezas de que Soria no ha sido todavía despojada.

Se podría construir ese puente en otros lugares, donde su servicio no se pagara a tan alto precio; pero hay quienes creen que pueden decidir que se haga en ese lugar que todos los que conocen Soria llevan en lo más hondo de la memoria y que conmueve a innumerables personas que no lo han visto nunca, que sueñan con estar un día en esa hermosura que Machado hizo refulgir para siempre.

Lo más grave, lo que va más allá del Duero y de Soria y de la belleza, es que creen que tienen derecho a ello, simplemente porque han sido elegidos. Por lo visto, es un título suficiente para disponer a su antojo de la realidad. He pensado buscar algunos argumentos para mostrar su error -quizá para convencerlos, ya que hay que suponer su buena fe-; pero he recordado que el trabajo ya está hecho, que hace cosa de dos años lo expliqué, a propósito de algo más importante y de una autoridad más alta que la que ahora cree poder volatilizar una de las mejores porciones de esa realidad que llamamos Soria.

«Que las Cortes sean soberanas -decía yo- no quiere decir que sean dueñas del país y puedan disponer de él a su antojo. Esta sería una de las formas más atroces de tiranía que puedan pensarse, y no hay que permitir que se deslice siquiera esa posibilidad en nuestras mentes. Si el Parlamento alemán, el Reichstag, hubiera decretado el exterminio de la población judía de Alemania -y no es imposible que el que eligió a Hitler lo hubiera hecho-, no por ello hubiera sido una decisión legítima. El Parlamento, por soberano que fuese, no tenía el menor derecho a exterminar a una fracción del país... Si la Asamblea francesa o la Cámara de los Lores y la de los Comunes, de común acuerdo, o el Congreso y el Senado en España, decidieran la incineración de los cuadros del Louvre, o de la National Gallery, o del Museo del Prado -o, si quiere uno contentarse con menos, su venta a un país extranjero-, es claro que tales decisiones serían inaceptables y sin valor. »

«¿Dónde está entonces la soberanía? Su marco es el de lo específicamente político; dentro de él, la potestad soberana es eso, suprema, sin que haya otra por encima dentro de ese orden. Pero hay otros órdenes. »

«Ninguna potestad, por legítima y soberana que sea, puede disponer de la realidad de un país ni de la de sus habitantes, por ejemplo de sus biografías, de su manera de entenderse y proyectarse como personas. »

«El área de la política se reduce a la convivencia social: ese es su campo, esos son los límites de la soberanía; más allá, la legitimidad se pierde y se desemboca en el despotismo, sea cualquiera la potestad que lo ejerza, sean cualesquiera los títulos que se invoquen. En esa extralimitación -en el sentido literal de la palabrareside el principio del totalitarismo.»

«Y hay una consideración final que cierra el círculo de estas reflexiones y nos devuelve a su principio. La razón fundamental por la cual ninguna magistratura, institución o corporación tiene potestad para disponer de la realidad de un país es que ni siquiera el conjunto de sus habitantes puede identificarse con él; es decir, que aun supuesta una representación global y perfecta, ni aun entonces existiría esa soberanía sobre la realidad. España es algo más que el conjunto de los españoles, quiero decir de los vivientes... Un país no se reduce al presente. La España actual no es toda la España real; en ésta entra todo su pasado, del cual está hecho el presente, y el futuro, programáticamente actuante en el hoy.» (España en nuestras manos, págs. 140-141)

Cuando escribí estas palabras no pensaba en Soria, no tenía la menor noticia de esa amenaza que se cierne sobre el Duero. Sostenía entonces una doctrina que me parece irrebatible y que pone en guardia frente a un peligro que solapadamente nos acecha. «Ninguna magistratura, institución o corporación tiene potestadpara disponer de la realidad de un país. » Y, por otra parte, «España es algo más que el conjunto de los españoles, quiero decir de los vivientes. » Ese trozo de tierra, agua, piedra, árboles y cielo que en el agua se refleja no es propiedad exclusiva de ninguna corporación soriana, ni siquiera de todos los sorianos juntos. ¿No tendría nada que decir Antonio Machado? ¿Y los que no han nacido? ¿Y los que no son -los que no somos- sorianos? En esa cuestión mínima y local se ventila, como en un ejemplo, nuestra idea de lo que es una nación y la decisión de si la realidad ha de ser respetada o puede ser violada.

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