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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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Réquiem por la jardinería madrileña

Jardinera-paisajistaPocas veces, al redactar una planificación urbanística o un proyecto de ley de defensa del patrimonio cultural, se tiene en cuenta la fuerte incidencia de la jardinería en la personalidad y en la estética de una ciudad. Incidencia sutil, humilde, pero esencial. Y específicamente dentro de la instancia estética, en todo lo que va de siglo, se ha minimizado y se ha confundido la función de la jardinería, dándole un sentido meramente decorativo del entorno o de simple acompañamiento de la arquitectura. Esto denota, además de ignorancia, una grave ligereza, porque la jardinería -al ser ella misma arquitectura, al basarse en unas características totalmente peculiares por su contenido vivo y cambiante- viene a ser uno de los reflejos dinámicos más esencializados del espíritu de una ciudad.

En España, y sobre todo pensamos ahora en Madrid, la jardinería no tiene término medio: o brilla por su ausencia o se hace notar demasiado. Ya el hecho de hacerse notar indica que algo se ha entendido mal. Porque la buena jardinería -que no es arte, sino compleja y sensible artesanía- tiene que estar tan integrada con la arquitectura, tan ensimismada con la luz y el aire, tan identificada con la tradición artística, histórica, popular y hasta literaria de una ciudad que resulte tanto más válida cuanto más imperceptible sea.

Esto no pasa, desgraciadamente, en Madrid, donde desde hace ya varias décadas la jardinería salta a la vista de forma chillona, pretenciosa y grandilocuente, precisamente por haberse olvidado de ser madrileña. Existen, desde luego, vicios comunes -tanto formales como conceptuales- en lo que podríamos llamar la jardinería europea actual, fundamentalmente por una exhaustiva tendencia a la decoración o, por el contrario, una estéril y abstracta supremacía del diseño, por un remarcable mal gusto en la introducción de especies nuevas, por una falta de arraigo a la tierra e intuición poética que llevan a fórmulas y soluciones estereotipadas e impersonales. Pero mientras que en Roma, París o Londres este mal se reduce a casos esporádicos, en Madrid esta nueva tendencia ha tomado carácter de verdadero movimiento estilístico, deleznable moda, que parece, además, encerrar cierto afán de borrar toda una tradición anterior.

Función y defunción

El error fundamental del que parten todos los males de la jardinería actual radica en la equivocación de su función dentro de la sociedad. No nos cansaremos nunca de repetir -asumiendo el riesgo de aparecer como trasnochados idealistas- que la única y eterna función de un jardín, de un parque público es la espiritual. Función amplia que, además, lo abarca todo. Porque, si un parque tiene hermosura, misterio, arraigo en la tradición, si tiene caminos sombríos y perspectivas, plazas abiertas y agua para contemplar y escuchar, todas las funciones que -desde el principio de la era industrial- se le han querido atribuir al jardín (en términos modernos zona verde), se dan por descontadas: la función higiénico -sanitaria, la de factor armónico entre trabajo y ocio o factor integrante entre ciudad y campo, la función social, la de esparcimiento, etcétera.

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Precisamente contra la espiritualidad de que hablábamos ha surgido últimamente un nuevo peligro: la función, diríamos, municipal. A través de los parques se quieren resolver múltiples problemas: se fomentan zonas infantiles, en vez de proyectar escuelas, entre huertas y frutales; se construyen clubs sociales, con ajedreces, para la tercera edad, en vez de proporcionar a los viejos medios suficientes de vida; se fomenta la práctica del footing y del ciclismo, incluso en jardines históricos, en vez de trabajar seriamente contra la contaminación; se desbrozan superficies arboladas para hacer pistas y campos para los deportistas, en vez de terminar para siempre con el lavado de cerebro fascista de mens sana in corpore sano, en vez de proyectar zonas especializadas y debidamente aisladas para los apasionados del deporte.

Por este camino, los jardines se están convirtiendo en auténticas reservas: reservas para niños y viejos, para ciegos y minusválidos, para ciclistas, para perros. Faltaría solamente que a alguien se le ocurriera también proyectar jardines para mujeres.

No podemos hablar del cambio de función y de la relativa defunción de un jardín, sin citar el caso, verdaderamente escandaloso, del bosque del Retiro. Se ha olvidado que el Retiro es un jardín histórico, para convertirlo en lo que se llama técnicamente parque de distrito. Se está actuando contra la historia y, al mismo tiempo, contra la hermosura. La destrucción es paulatina, silenciosa, profunda. Se está perdiendo, con el Retiro, la máxima referencia, la madre, de ese estilo tan personal dentro del arte de los jardines que es el estilo madrileño. La insuficiencia de espacios verdes de la zona en cuestión no justifica, de ninguna manera, este afán de borrar las raíces de nuestra olvidada jardinería.

Una vez esbozado el mal de fondo de la jardinería actual, vamos a procurar concretar algo más sus principales características. Las zonificaciones se resuelven de prisa, más sobre el papel que in situ, y se comete el gravísimo error antipaisajístico de plantearse primero el trazado y después, separadamente, la plantación. Se sigue un mismo concepto para un parque del extrarradio, como, por ejemplo, el parque de Arias Navarro, que para un hito del casco antiguo madrileño, como podemos ver en una de las últimas plazas proyectadas en pleno barrio de Lavapiés, frente a La Corrala. Se sigue el mismo criterio para el ajardinamiento de un bulevar-autopista, que para la ampliación de un jardín histórico, como puede ser el de la Fuente del Berro.

Los rasgos más reconocibles de esta pobre jardinería son los siguientes: la eterna y triste zona infantil a base de aparatos ortopédicos, los malencontrados caminos pavimentados, las isletas decorativas con flores multicolores y plantas enanas, el obligado grupo de coníferas, las desperdigadas frondosas sometidas a podas demasiado enérgicas, siempre los mismos y pesados bancos, y últimamente la desgraciada ocurrencia de las jardineras... Se utilizan especies de tonalidades azul-glauco, amarillo-oro y morado, para conseguir un burdo contraste decorativo que va en contra de la luz de Madrid. (Sin embargo, no queremos dejar de señalar que últimamente hemos notado cierta tendencia a utilizar menos el césped, así como mayor empleo de las frondosas, y nos alegramos muy de veras de estos dos hechos.) En definitiva, se proyecta de forma automática y abstracta, de espaldas a la tradición, sin tener en cuenta el entorno.

Traslado y entierro

Como ya hemos visto, las características de la jardinería imperante son muy concretas y perfectamente identificables. Por razones de espacio, no hemos podido recorrer toda la variada paleta de estas singularidades; sin embargo, existe una que, por ser tan peculiar, merece ser tratada aparte.

Se trata de un hecho que trasciende el puro ámbito de la jardinería, para entrar en otro más culto, tal vez con ciertas pretensiones académicas, y cuyo resultado final no deja de ser sorprendente. Nos referimos al original tratamiento que se le viene dando a la estatuaria de Madrid, en cuanto a su emplazamiento y entorno. Se trasladan las estatuas del centro de las plazas a ubicaciones laterales. En sus nuevos lugares, como norma general, se les coloca en la parte trasera una cortina de cipreses. El aspecto de este grupo, entre altar y nicho, resulta verdaderamente singular.

No sabemos bien qué extraña intención mueve a los autores de estos traslados. ¿Tal vez un necrológico respeto a nuestros grandes valores? ¿O el simple reconocimiento funerario al arte de la estatuaria madrileña? Ha habido muchos traslados y entierros: el de Isabel II, en la plaza de la Opera; el de Calderón, en la plaza de Santa Ana; el de Juan Valera y Ramón del Valle Inclán, en la Castellana; el de Rubén Darío, en la glorieta homónima, entre otros.

Uno de los últimos ha sido el de la cabeza de Goya, en San Antonio de la Florida; entierro sonado en este caso por arrastrar -a modo de cortejo fúnebre- la total remodelación de la explanada. Pero realmente donde los traslados y entierros llegaron a su máxima expresión -aunque esta vez sin cipreses traseros- fue en la plaza de Colón.

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