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Reportaje:El liderazgo turístico de España /2

El incremento de precios hoteleros y el deterioro de los servicios han frenado la afluencia de visitantes

La mayor parte de la red hotelera española se ha construido a partir del final de la década de los sesenta. Su desarrollo coincidió prácticamente con el despertar turístico español, intentando paliar a toda prisa un importante déficit de alojamientos y, al mismo tiempo, canalizando las ansias especuladoras de un determinado sector del capitalismo español. Fue un crecimiento improvisado y hasta apresurado, uno de cuyos efectos más perceptibles ha sido la progresiva degradación del paisaje y la formación de demenciales concentraciones urbanas junto al mar, carentes de los servicios más elementales. Ejemplos como los de Torremolinos, Benidorm, Salou o Playa de Aro -por citar los más significativos de la costa mediterránea- resultan suficientemente ilustrativos. En todos ellos se da el caso frecuente de antiguos propietarios de terrenos que, merced a los frutos de la especulación, obtienen sustanciosos capitales y los dirigen al sector turístico bajo la premisa de la mínima inversión y el máximo beneficio. Obviamente, no todos centran su inversión en la construcción de hoteles. Muchos se inclinan por los apartamentos -negocio estrictamente especulativo y descontrolado-, o por cualquiera de las muchas actividades complementarias que es habitual hallar en una localidad turística: bares, restaurantes, supemercados, tiendas de souvenirs y de todo tipo, discotecas y los más variopintos sistemas de aprovechar la supuesta largueza del turista. Por lo general, el planteamiento se centra en obtener en los meses veraniegos el volumen de ingresos suficiente para sobrevivir todo el año. Esta impronta ha sido y es una de las que caracterizan en mayor medida el desarrollo del sector turístico español.La construcción acelerada de plazas hoteleras se realiza, al menos en parte, bajo la presión de un incremento constante en el número de visitantes y las perspectivas de obtener saneados beneficios sin apenas riesgo, porque la contratación estaba de antemano prácticamente asegurada. Eran -en aquellos años-, los mismos tour operators los que incentivaban la construcción de nuevas plazas. Venir a España era barato, asequible y hasta cómodo, en una coyuntura económica muy favorable para Europa, y los mayoristas buscaban sobre todo incrementar la capacidad hotelera española para rentabilizar adecuadamente sus programas de vacaciones.

La improvisación con que se abordó aquella etapa ha provocado importantes consecuencias, algunas de las cuales comprometen seriamente las perspectivas de futuro de la industria turística española. El nivel técnico de los empresarios turísticos ha sido siempre muy reducido. El grado de racionalización de los establecimientos es inexistente. Eran los tiempos de los salarios bajos y el triunfalismo oficial alimentaba un crecimiento desordenado, inculcando la idea generalizada de que la afluencia de visitantes a España era un fenómeno irreversible y sin limitaciones, ante el que era necesario reaccionar construyendo grandes hoteles y bloques de apartamentos, siempre con inflación de servicios. De alguna manera, el turismo se perfilaba entonces como la vaca sagrada de la que toda la actividad económica española podría alimentarse perpetuamente.

Más de dos millones de plazas

España ofrece actualmente más de dos millones de plazas hoteleras y extrahoteleras. Es decir, puede albergar simultáneamente a más de dos millones y medio de visitantes, repartidos entre cerca de 3.500 hoteles y un número estimado en torno a los 300.000 apartamentos, aunque en este cómputo las estadísticas oficiales son poco fiables por las irregularidades que presenta su inscripción. Es muy probable que el número real de apartamento incluso triplique esas cifras oficiales. No todos, sin embargo, pueden incluirse en el censo de oferta, porque muchos están efectivamente destinados al uso privado por sus propietarios.

El despertar turístico de España respondió a una conjunción de factores que sería propio analizar; pero a nadie escapa que uno de los que jugó un papel esencial fue el bajo coste que durante años supuso al europeo pasar sus vacaciones en España. Comparativamente este país ha resultado más asequible económicamente que sus competidores, tanto a niveles absolutos como teniendo en cuenta la relación precio-calidad de los servicios. Esta situación ha permitido mantener incrementos sustanciales en el número de visitantes y en los ingresos en divisas por concepto de turismo, con la exclusiva salvedad de los años siguientes al bache de las economías europeas en 1973 y los que rodearon la desaparición del general Franco, anterior jefe del Estado, por la incertidumbre que entrañó el cambio de esquema político en el país.

Los excelentes resultados turísticos de 1978 sumieron al sector en una extraordinaria euforia, cuyas consecuencias quedan perfectamente evidenciadas en el descenso registrado este año en las cifras de visitantes, cuantificado oficialmente ayer por la Secretaría de Estado para el Turismo en un 16,5 % para el pasado mes de julio. El incremento del 40% aplicado por los empresarios hoteleros a los precios para los tours operators en la presente temporada se perfila como el factor esencial en el retroceso del número de visitantes. Este encarecimiento, unido al sufrido por el transporte aéreo y a la revaluación de la peseta, ha colocado a los programas de vacaciones en España cerca de los de Portugal, al mismo nivel que Italia y sensiblemente por encima de los países socialistas (Yugoslavia, Rumania y Bulgaria), en términos generales.

El incremento aplicado a los precios no ha sido uniforme. Algunas zonas han ido más lejos que otras en sus pretensiones, con la curiosa circunstancia de que aquellas zonas que más se han encarecido son precisamente las que han visto más deteriorado su nivel de prestación de servicios. De ahí el desequilibrio producido en la evolución de las cifras de visitantes del presente verano según los casos.

Baleares y Canarias

Aunque las generalizaciones están sujetas a posibles errores de apreciación en casos particulares, lo cierto es que algunas características diferenciadoras permiten esbozar la situación de cada una de las principales zonas turísticas españolas. Los casos más ilustrativos posiblemente sean los de los dos archipiélagos españoles: Baleares y Canarias. Las islas mediterráneas cuentan con la dotación hotelera más importante de todo el Mediterráneo. Su industria tiene una importante raigambre autóctona y se ha desarrollado con criterios de profesionalización muy superiores a los de las restantes zonas del país. La relación calidad-precio es quizá una de las más aquilatadas del sector y su evolución ha sido mucho menos brusca en los últimos meses en comparación con la media nacional. En Canarias, por el contrario, la prestación de servicios se encuentra francamente deteriorada, los precios se han multiplicado espectacularmente, su industria hotelera ha crecido precipitadamente en los últimos años, impulsada por capital foráneo, y, por si fuera poco, se encuentra situada cerca de 2.500 kilómetros más al sur de Europa que las Baleares. Tiene, eso sí, una posibilidad de aprovechar la estación invernal con escasa competencia, pero sus precios interiores han alcanzado tal nivel que los tours operators ofrecen ya programas de vacaciones invernales en Europa a precios idénticos para Canarias y la isla de Ceilán.

Pero los hoteles no se han quedado solos en la escalada espectacular y desmedida de los precios para este verano. Los incrementos en todos los demás establecimientos de hostelería han sido también exagerados. Tampoco la oferta de apartamentos se ha planteado con prudencia. Uno, para tres o cuatro personas, más o menos cercano a la playa, se ha cotizado en los principales núcleos turísticos en tomo a las 100.000 pesetas para los meses de julio o agosto. Todo este contexto ha provocado una cierta retracción de los turistas europeos a elegir España como su punto de vacaciones.

A la vista de los resultados, representantes cualificados del sector hotelero no ocultan su preocupación por las consecuencias futuras de la reducción de este verano. Un descenso del 15% en el volumen de visitantes es ciertamente significativo, pero este año puede quedar compensado por la apreciable mejoría de las cifras de los cinco primeros meses -especialmente la Semana Santa- y hasta por el incremento de los precios aplicado. Pero el futuro preocupa, y en la reciente asamblea de la Federación Nacional se acordó los precios para 1980 en sólo el 9%, aunque muchos empresarios manifestaron incluso su intención de mantenerlos congelados para los próximos doce meses. Oficiosamente, los hoteleros reconocen haber errado en sus previsiones de demanda cuando, a la vista de los excelentes resultados de 1978, consideraron absorbible por los tour operators y el mercado en general un encarecimiento del 40%.

El sector hotelero español debe replantear a fondo su estructura y redefinir el conjunto de servicios que ofrece. El modelo de la hostelería tradicional fue simplemente trasplantado a las zonas turísticas en desarrollo, sin tener en cuenta las especiales características que el turismo masificado comporta. La rémora que el sector arrastra desde entonces es mantener una inadecuada estructura de costes, que cada empresario ha decidido reducir a su aire, degradando, por lo general, la calidad de los servicios, en lugar de racionalizarlos. Bien es verdad que la propia concepción arquitectónica de la mayor parte de establecimientos ofrece escasas posibilidades de racionalización, y el hotelero puede subsanar difícilmente este aspecto. Pero no es menos cierto que el cliente que elige el programa de vacaciones que le ofrece un tour operator tiene unas necesidades específicas que la industria hotelera deberá tener en cuenta a la hora de adecuar su estructura de costes, olvidando otras consideraciones.

Mañana, un tercer capítulo estará referido a la incidencia de la red interior de transportes en el turismo.

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