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Valencia: la feria de los baños

Arrollaron El Viti, Julio Robles y Esplá y abundaron los toros despuntados

José Mari Manzanares estaba contentísimo cuando, en la feria de Valencia, le cortó las dos orejas a su segundo cuadri. Había que sumarlas a las que también cortó en el toro anterior. Dos más dos, cuatro. Cortar cuatro orejas en una sola corrida es hacer bingo. ¡Bingo! El feliz, cuanto afortunado, José Mari Manzanares estaba en la gloria y en aquellos momentos no se cambiaría por nadie. Seguramente llevaba meses esperando la oportunidad de alcanzar este éxito total y exultante; cuando ya casi concluía la vuelta al ruedo se dirigió a uno de los críticos taurinos que por ciertas cosas no pasan (ejemplo, el unipase, el torete afeitado, etcétera) y se descaró con él. Algo sobre toma ya, aquí tienes, a fastidiarse tocan, estos son mis poderes, le debió decir.

El crítico se reía un poco. «Ya te arreglaré yo mañana», debía pensar. Si el crítico, todos los críticos, el listado alfabético de la crítica, en toda la historia, tuvieron alguna vez motivos para despacharse a gusto acerca de los toros afeitados, los toros despanzurrados, los toros que se dejan torear y luego el artista de turno va y no los torea, era ese día y precisamente en aquella ocasión. La alegría, el optimismo, el bingo, la recaramba habían hecho picar en el anzuelo a José Mari Manzanares.Pero, aparte la anécdota, hay algo grave en todo esto, y es la propia torería del llamado fino torero alicantino. Quien como él es figura, tiempo atrás decían que indiscutible, con muchos años ya de alternativa, muchos toros lidiados, triunfos a montón y fracasos algunos, debería conocer de corrido qué es y cómo el toreo. Salvo muy escasas excepciones (por lo visto, estamos ante una de ellas), los toreros de oficio saben perfectamente, corten o no orejas, cuándo están bien, cuándo muy bien, cuándo pudieron hacerlo mejor. El toro de Manzanares, que era una perita en dulce, acabó en el desolladero sin las dos orejas, pero prácticamente se fue sin torear, porque torear no es dar pases aislados durante diez minutos, a lo que salga, cual hizo Manzanares, sin sentido alguno de la lidia -sin construir la faena, por tanto-, ni propósito de continuidad, no ya en lo que a la estructura del último tercio se refiere, sino en cada una de las tandas de muletazos, que no eran tales tandas, porque no había ligazón. Si Manzanares creyó que todo esto era torear, y torear bien, es que la torería no está en él.

La faena cumbre

Construir una faena, hacer el toreo por tanto, fue lo de El Viti al juanpedro, que también era un toro bueno, con el mismo peligro del cuadri y todos los toros buenos: que podía descubrir al torero y ponerlo con las posaderas al sol. De El Viti no descubrió sino su torería. Tenía el diestro salmantino una de esas tardes inspiradas que prodiga desde el último tramo de la temporada anterior, y mientras con técnica de maestro acoplaba el muleteo a las condiciones de la res, instrumentaba las suertes con arte y sentimiento, se crecía en la ejecución de las mismas y, llegada la última parte de la faena, teníamos el convencimiento pleno de que no se puede torear mejor.

El público estaba fuera de sí, había una gran conmoción en el graderío. Sombreros volaban del tendido a la arena. Pero no debemos calificar esta obra cumbre de El Viti por el entusiasmo que despertó en el público, pues en Valencia los entusiasmos prenden con asombrosa facilidad. Con un aplaudómetro o regla de medir delirios en la mano encontraríamos las mismas cifras y niveles para cualquier otra faena en cualquier otra tarde, no importa el toro que hubiera saltado al ruedo. El coso de la calle de Játiva se estremecía lo mismo con el toreo de El Viti que con los unipases de Manzanares, que con los tirones y rodillazos de Palomo (en esta ocasión, de poco pegan fuego a la plaza porque el presidente no concedió la segunda oreja), que con las revueltas de Dámaso González, que con los aspavientos de Jullán García, que con el empaque de Julio Robles en el manejo cadencioso de su capote privilegiado. Y, naturalmente, lo mismo que con el arte banderillero de Luis Francisco Esplá.

Barren Esplá y Robles

Mas, inesperadamente, una feria que tiene fama de ser fácil se convirtió en dificultosa, quizá insufrible, para algunos. Paquirri y Teruel se encontraron, sorprendentemente, con que el público les ponía en la picota. Nada más fácil para Paquirri y Teruel que llevarse los aplausos del público de esta plaza y casi todas las plazas. Su número fuerte es coger las banderillas. Las ponen donde sea, siempre a toro pasado, sin arte alguno, y terminado el tercio ya tienen al público en el bolsillo y ganadas las dos orejas que después, con la muleta, las perderán o no las perderán.

Era inevitable que el público les pidiera banderillas, con el griterío habitual, y ellos se resistían, que es lo que deliberadamente hacen siempre. Durante años, ochenta, cien veces o más cada año, finjen haberse quedado sordos por causa de un aire o negarse a banderillear mientras el público eleva sus gritos a volúmenes desaforados, y cuando ya los peones están prácticamente en la cara del toro, hacen un displicente gesto de mando, con el que reclaman los palos. Entonces la gente se siente feliz, aplaude y se predispone al nirvana. Se trata de un número nada ingenioso, en realidad, una estupidez, pero siempre surte gran efecto. Y cuanto más lo repiten, más efecto.

En esta ocasión, sin embargo, Paquirri y Teruel renunciaron de plano a banderillear a sus primeros toros, y el público, que había participado en el numerito habitual con toda su buena fe (es decir, que gritó a pleno pulmón), se encrespó de mala manera al no encontrar correspondencia. Pero, ¡ay!, una poderosa razón había para las inhibiciones de Paquirri y Teruel: detrás iba Esplá que con las banderillas es huracán y torero y barre al que se le ponga por delante. No se hizo rogar nada para coger los palos y ejecutó la suerte con gran espectáculo, acierto y alboroto en el graderío. La vuelta al ruedo dio después de banderillear. Pequeña es la Península Ibérica para señalar dónde mandó Esplá a Paquirri y Teruel.

La feria de Valencia fue, en realidad -¿lo decimos?-, la feria de los baños, porque también Julio Robles, que salió «arrancado» a torear las corridas de Molero y Cuadri, en esta última arrolló al ídolo de la ciudad, Dámaso González, y a Manzanares, pese a que éste cortó una oreja más. Robles toreó de maravilla con el capote, muy bien con la muleta y, cosa rara en él, mató a ley. Y El Viti dejó desbaratados, con su faena, a Paquirri y Manzanares.

Por todas las razones dichas ha sido muy interesante y revelador el abono de Valencia (que además empezó con una actuación genial de Joao Moura), pero también es lamentable tener que decirlo, por el disparate de los toros, flojos, fofos, romos o francamente despuntados, tan escandalosamente que deberíamos remontamos a la época de El Cordobés para encontrar algo parecido

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