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Tribuna
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Los árboles de Segovia

Lo malo de este tiempo y de este país que nos ha tocado vivir es que no hay modo de apearse ni de los grandes traumas ni de las grandes palabras. El sobresalto sigue acechándonos en cada esquina y todo el lenguaje político sigue escribiéndose con mayúsculas: Democracia, Autonomías, Gobierno, Oposición, etcétera. Aquí estamos haciendo historia cada lunes y cada martes. No se sabe cuándo la política española va a perder grandilocuencia, lo que sí sabemos es que mientras tanto nuestra vida cotidiana sigue padeciendo los efectos devastadores de una concepción autoritaria y neofascista de las relaciones entre el poder público y la ciudadanía. Ciudadanía, por otra parte, que no parece hacer grandes esfuerzos para sacudirse tal yugo ni, mucho menos, para recuperar una identidad ya no se sabe bien si secuestrada por el franquismo o nunca tenida.De modo que entre unas cosas y otras, la trascendencia del momento y el nirvana ciudadano teñido por la falacia de las constantes seudorreinvidicaciones, hablar de unos cuantos árboles centenarios talados en una calle segoviana, trazada por los ilustrados del siglo XVIII, parece una frivolidad o una estupidez. No lo es, sin embargo. No. hablar de un hecho vandálico en función de que en este país los guardias y los camareros siguen siendo ametrallados por las balas del terror o porque nos jugamos nuestro futuro en los Estatutos de Guernica o Sau es, en definitiva, un modo como otro cualquiera de colaboración, por una parte, con lo establecido, y por otra, con un concepto aberrante de la política que, como ciertos cristianos, a cuenta de la salvación eterna, nos escamotean pura y simplemente vivir como personas. Y esto es lo que está pasando en España, que a costa de prometernos el paraíso de la democracia total no hay quien arregle las cabinas telefónicas (servicio público imprescindible), se consideran minucias sucesos como el de Segovia y, en definitiva, el país entero sufre cotidianamente las consecuencias de que lo que ahora se llama «el tejido social» siga impertérrito ante la permanencia de los hábitos, usos, costumbres y pautas de comportamiento público heredados y propiciados por la dictadura.

Por lo demás, los lectores de este periódico conocen sobradamente lo que ocurrió estos pasados días en Segovia y que llevaron a derribar varias decenas de árboles centenarios en el llamado paseo Nuevo de esa ciudad, una hermosa alameda convertida hoy en un siniestro paraje suburbial de esos que tanto gustaban a los desarrollistas del Opus, allá por los años sesenta. Miles de pájaros han huido al modificarse el microclima y las horrendas fachadas exhiben sus vergüenzas arquitectónicas a los vecinos, que todavía no se explican qué ha pasado allí. Es, sin embargo, muy sencillo: los recién convertidos a la democracia concejales de UCD y los burócratas del Ministerio de Obras Públicas consideraron que el «progreso» de Segovia necesitaba una vía rápida. Una vía rápida que pasa por tres colegios y un ambulatorio en su curso de kilómetro y medio. Un auténtico disparate que, sin embargo, hubo que ejecutar a toda costa porque, de repente, socialistas, comunistas y otras entidades ciudadanas decidieron pro testar. Y los chicos de UCD, así las cosas, necesitaban demostrar quién mandaba allí después de las elecciones del 1 de marzo y del 3 de abril. Así que, en el más puro estilo de sus mayores, enviaron a la fuerza pública a disolver manifestantes, niños de las escuelas en su mayoría, y decidieron derribar los árboles a las tres menos veinte de la madrugada, dentro de una concepción entre sainetesca y delirante de una autoridad que necesita de la nocturnidad para imponerse.

El asunto ha tenido un final grotesco: la Caja de Ahorros de Segovia, que debía albergar una exposición en sus locales sobre el deterioro del Patrimonio Cultural Artístico de la provincia (una de las mayores vergüenzas nacionales en el tema), ha decidido suspenderla porque se incluía un panel con el «antes» y el «después» del paseo Nuevo...

Los árboles derribados en Segovia no son una anécdota. En realidad, toda la podredumbre, miserias, hábitos fascistoides, incultura, falsa idea del progreso, desarrollismo a ultranza, desprecio por la tradición liberal, etcétera, ha salido al exterior como en un curioso strip tease de esa clase política cuyas fuentes de inspiración no pueden negar sus orígenes. Y lo peor es que, naturalmente, los ejecutores de tan descabellado desaguisado no son conscientes de lo que han hecho, pregonan su buena voluntad y se amparan, por un lado, en sus corifeos locales y, por otro, en lo minoritario de la reacción popular. E intentan correr un tupido velo sobre «el modo » de hacer las cosas, que, como puede observarse, arroja mucha más luz sobre su verdadero talante político que el disparate urbanístico cometido.

Hay razones sobradas para creer que lo sucedido días atrás en Segovia es tremendamente significativo de esa España que no sabemos si es eterna pero que perdura y se eterniza sin solución de continuidad a lo largo de varias décadas. Se nota mucho más en las pequeñas ciudades y en los núcleos rurales. La democracia está pasando por allí como el rayo del sol por el cristal. Es palpable en Segovia donde asuntos como el del solar de la plaza de San Millán ni siquiera pudieron llevarse a cabo en tiempos de Franco y ahora sí. Se detecta en otros muchos lugares. Las oligarquías burocrático-caciquiles siguen donde estuvieron siempre. Ahora, además, se sienten legitimadas y se aprovechan de la falta de canales de participación ciudadana. La izquierda no tiene implantación suficiente y, de alguna manera, participa en los mismos esquemas al erigirse en «clase política» y no ser capaz de enraizarse en el medio más allá de una labor captadora de votos en los períodos electorales. De forma que en eso estamos: mientras los políticos en Madrid salvan la democracia todas las semanas, ésta se nos va por todas partes como agua en un cesto. No es una moraleja alentadora. Pero en eso estamos y, por lo que parece, vamos a estar durante bastante tiempo.

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