_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El respeto a los muertos

De pronto, sin saber por qué, se ha levantado la veda de la momia. Bien es verdad que este país siempre sintió una especial debilidad por tratar y retratar la muerte. Díganlo si no la danza que lleva su nombre, la famosa imprecación del Arcipreste y, en general, las constantes alusiones literarias al gran trago final o el hecho de que una de las obras fundamentales de nuestra pintura represente un entierro magnífico. Mitad testimonio, mitad alegoría, con su corte de caballeros y frailes y su gloria en lo alto repleta de esperanza, no por ello deja de ser, al fin, añoranza de la vida, aunque menos retórica y aparatosa que las fantasías de Valdés Leal envueltas en esqueletos animados y carnes gloriosamente putrefactas.Siempre fuimos amigos de la muerte, pero de un modo un tanto superficial, a la manera de aquellos que, gozando de buena salud, tratan de ella con la desenvoltura de los que no la sienten demasiado cerca.

De nuestro Siglo de Oro a Gómez de la Serna, los muertos, las muertes y demás fantasmagorías han jalonado de osarios y cipreses un camino que en Madrid pasa por los viejos cementerios románticos.

Tan asiduo trato con la desnarigada y un desdén por los despojos terrenales en beneficio del alma inmortal debieron de dar pie, desde siglos atrás, a ese desdén por cuerpos y cadáveres que, unas veces ilustres y otras tantas anónimos, nadie se molestó en guardar para ejemplo y memoria de en lo que acaban los días y las glorias.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Cuando el Romanticismo elevó a sus personajes a la categoría de protagonistas de la Historia, alzándolos sobre solemnes pedestales, nació la idea de reunir sus cenizas en lo que se llamó panteones de hombres ilustres. Labor inútil, vano propósito. Aquellas ciudades, regiones, barrios que en nada se esforzaron por ayudar a sus hijos en vida, sintieron de improviso la necesidad de guardar sus restos las más de las veces a la sombra de horribles cenotafios. Mas ni aún así los muertos quedaron en paz. Centralismos necrófagos aparte, no hace mucho se abrió el nicho donde reposa Cayetana de Alba a fin de comprobar -según aseguró la prensa- si en sus días sirvió de modelo a Goya para sus dos majas. Ejemplo singular de cotillería seudocultural, según la cual es lícito perseguir la intimidad de las personas más allá del retiro postrero de sus tumbas.

Hace tiempo, y también cara al verano, en el curso de unos derribos para dar paso a las consabidas urbanizaciones, al excavar el solar de un convento en Benavente apareció el cadáver de una mujer emparedada. Alguien dijo que podía tratarse de una monja, de un castigo o promesa tal como Ramón cuenta en una de sus fantasías literarias. El caso es que a los pocos días, ni los muros, ni la monja en cuestión existían. Se echó tierra al asunto en el sentido literal de la palabra, quedando vista para sentencia, si es que para estos casos existe un tribunal en el día del Juicio, tal como Quevedo lo describe en su famoso sueño de las calaveras.

Aquello debió de ser un aldabonazo del más allá, algo así como la llamada postrera del Tenorio, avisando el final de la veda, pues este año la villa de Llerena se nos ha descolgado con un montón de momias, un rosario infinito de cráneos y quintales de huesos anónimos que el tiempo y alguien más se cuidaron de ir acumulando. Con el recuerdo aún fresco de Holocausto es natural que las gentes anden inquietas, que se hable de la Inquisición, de los no menos famosos alumbrados o los altivos y misteriosos templarios.

La hecatombe, al parecer ya de antiguo conocida por los niños que acostumbraban a solazarse con tal espectáculo, se consumó a lo largo de unos cuantos siglos. Las causas, de momento, se desconocen, aunque, según parece, se están investigando. Pero mientras se aclara o no la razón de tal suceso trágico, otra vez esa pasión superficial por la muerte y las muertes comienza a desatarse. Ya las fuerzas vivas de la villa aseguran que ni una sola momia saldrá de la provincia para ser estudiada en ajenas o lejanas facultades. Lo que es de la región, en la región debe quedarse. Cualquiera pensaría que se trata de recursos naturales. Incluso se habla de organizar un museo. ¿Un museo de historia? ¿Antropológico? ¿De muerte y exterminio, precursor extremeño de Mathausen? Tal museo, entre macabro y fantasmal, seguramente atraería a más turistas morbosos que estudiosos serios. Mas por lo pronto la veda de la momia se ha levantado. No la de Tutankamen, su tesoro fabuloso y su leyenda condenando a muerte a aquellos que en su día osaron abrir al mundo el silencio mortal de su reposo. No la de tantos reyes cuyo ajuar sirvió para estudiar las más hermosas civilizaciones de la Historia. Ahora se trata de modestos despojos, y hasta en Madrid tenemos un puñado de ellos rodando de local en local, de organismo en organismo, a la espera de que algún ministerio los recoja concediéndoles algo así como un derecho de asilo definitivo. No se trata de reyes, ni de héroes, ni de santos, aunque pudieran serlo a juzgar por su desgracia; sólo son buenas gentes que vivieron y amaron más allá del Atlántico, y a ¡a postre murieron quizá menos violentamente que las que hoy en Llerena se amontonan.

Las de, Llerena tienen a su favor su cantidad insólita. Si se tratara de una o dos, como en el caso de la monja de Benavente, se les hubiera emparedado definitivamente bajo la espesa losa del olvido. Pero a éstas no; a éstas, cualquiera que sea la razón de su muerte, se las quiere promocionar. De hecho ya aparecieron en la prensa y es de esperar que vuelvan en repetidas ocasiones, sobre todo si su museo se inaugura.

En un país incapaz de dar con los huesos de El Greco y de Cervantes, que perdió los de Lope y Calderón, que dejó derribar la iglesia donde se hallaban los de Velázquez, que perdió a un tiempo los de Quevedo y Zurbarán, no es de extrañar este culto necrófilo digno de nuevos ricos antropólogos. En su afán por lo espectacular, aún no ha llegado a comprender que el respeto a sí mismo de los vivos nace siempre del respeto a los muertos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_