Guillermo Camero ensaya una teoría de la visión
Cuando en 1967 se publicó, en restringida edición, Dibujo de la muerte, la generación de poetas a la que Guillermo Carnero pertenece comenzaba a cuajarse. Estaban los primeros poemas de todos, la ansiedad evidente de romper el cerco que nos ahogaba, la necesidad de revertir en una nueva corriente todo lo que nuestros inmediatos antecesores habían relegado o rechazado y rechazar nosotros toda la enfervorizada exaltación del lugar común que los hijos de Machado habían destilado en años de diafanidad lindante con el vacío. Dibujo de la muerte nos llamó la atención de inmediato por su extremismo. Era el libro casi clandestino que, junto a Arde el mar, de Pedro Gimferrer, venía a darnos entidad a los que despertábamos entonces o desconocíamos ya el entorno mayoritario de una poesía anquilosada en modelos derimídos. Era un saludable puente con lo mejor de la generación del veintisiete, una lujosa y melancólica mirada al Aleixandre, menos realista, al lejanísimo Cernuda, a las limitadas voces que en la posguerra habían sido coherentes con la estética de aquéllos (volvía Antiguo muchacho, de Pablo García Baena, volvían Alvarez Ortega y Ricardo Molina). Dibujo de la muerte fue así el despertar seguro de un poeta y el brillante imán al que la fragmentada generación saludó como profético. Con la perspectiva que nos da hoy el tiempo y la evolución de la obra poética de Carnero, reunida en el libro que comentamos, podemos afirmar que su primera etapa ayudó a forjar la conciencia estética de su generación. Y de alguna manera, Carlos Bousoño, en su estudio -minucioso y certero-, viene a coincidir con ésta aseveración. Pero la poesía de Carnero no se quedó en aquel libro fundador, sino que fue ensayando distintas posibilidades desde entonces, Algunas han quedado olvidadas e incluso voluntariamente oscurecidas por el autor, como la veta sentimental de los últimos poemas seleccionados por Castellet en Nueve novísimos, algunos de los cuales desaparecen del corpus ahora presentado. Ensayos y rectificaciones que demuestran la vitalidad de una obra, la fertilidad de la experimentación y el dominio expresivo que es constante en todas sus épocas. A partir de 1971, la reflexión comienza a corroer la hasta entonces luminosa litografía, y los colores ricos y deslumbrantes de aquel dibujo de la muerte comienzan a inclinarse a la gama de grises tenues y de pensativos vahos. Una retórica nueva borra la utilería para dar paso al pensamiento que se refugia en las ideas abstractas más que en los objetivos fastuosos hasta entonces explotados. Es El sueño de Escipión. La ficción serenada, el roce furtivo de la ironía y la erudicción aprovechada como generadora de belleza.El azar, calificado por Carnero como objetivo, es el detonante de la creación (El origen de la creación es miserable) y sus infinitas puertas dan paso al poema, surgido por el caprichoso catalizador de un recuerdo, un sonido, un perfume, un gesto reiterado en el espejo del cuarto de baño, y después...., lo perdido, lo inútil, lo que creíamos definitivamente destinado al olvido, se hace materia escénica, verdad poética, orquestada y novísima realidad. Es sobre ese proceso, sobre su concreción virtual en la rutinaria vida de un poeta en ejercicio, el poema Discurso de la servidumbre voluntaria, que abre el apartado final e inédito del volumen y da paso inmediato a los poemas Le grand jeu y Ostende, que marcan un ligero retorno, un delicado círculo a la poesía de Dibujo de la muerte. Aunque en la travesía el lenguaje se haya despojado de mucho oropel y la abstracción haya erradicado todo sentido trágico. Un viaje extenso, diseminado en mil instantes perdidos y en un centenar de imágenes fijadas casi por un capricho o por la fatalidad, y que están guardadas en un libro hecho de palabras, como las fotos del pasado -azarosas instantáneas de un tiempo muerto- están pegadas a su álbum y aguardan en él la piedad de una mirada. Más no perecer quien sabe que no hay más que la palabra al final del viaje. Y a la palabra, escrita como un sortilegio o acaso dictada por una profecía, nos aferrarnos, borrachos, en la noche del sinsentido, conscientes del inagotable vacío, cuya extensión no acaba, de la anchura de su río y su profundidad.
Guillermo Carnero
Ensayo de una teoría de la visión (Poesía, 1966-1977). Estudio preliminar de Carlos Bousoño. Poesía Hiperión. Madrid, 1979.
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