Salvar la gastronomía
No estoy nada seguro de que los que escriben o hablan de los pobres sean pobres en realidad. Es de temer que, por el contrario, se trate de redentores. Suelen ser personas empeñadas en salvar al prójimo, quizá para evitar que les salven a ellos, o porque siempre es un papel más lúcido que el de tenerse que salvar por cuenta propia y en la medida de lo posible. El tema nos podría llevar muy lejos, desde luego. Podríamos hablar de la salvación como clase, que, o es autosalvación o no es nada, y de otras muchas cosas. Pero yo no quería hablar hoy de ese tipo de salvación tan genérica, sino de otra mucho más concreta: la salvación cultural de la gastronomía. Así pues, dejaré aun lado la sospechosa tendencia a la salvación de los que, para hablar de las clases oprimidas, utilizan todavía la designación de pobres, como ocurría, por ejemplo, en la Inglaterra de los llorosos personajes de Dickens.Estas consideraciones preliminares, y todas las que siguen, me las sugiere cierta carta al director, en un número reciente de EL PAÍS SEMANAL. La carta protestaba, más o menos, por la entrevista que Ramoneda y Martí Gómez le hicieron a Bocuse, cocinero lionés, que, según los expertos, ha ganado una fama universal merecidísima. No voy a defender lo que Bocuse, dijo de los precios de sus minutas y la profesionalidad que puede atribuirse a las mujeres en la cocina. Uno espera de Bocuse, no que haga declaraciones, sino que haga buena cocina. Y parece que la hace. Como no soy pobre ni rico, haré el esfuerzo que me sea posible, y confío que me alcance, para llegar un día hasta su restaurante. Me gusta mucho comer bien. ¡He comido tan poco y tan mal durante tantos años! Mal y poco, porque no había nada o casi nada que comer cuando tenía la edad en que se come mucho.
Hay muchos ricos a los que lo mismo les da comer una cosa que otra, como les daría lo mismo tener un Miró que una litografía de la Unión Española de Explosivos, si no fuera porque, en asuntos de inversión, suelen aconsejarse bien. Quiero decir con esto que un plato bien hecho tiene relación con una sinfonía bien compuesta o por un cuadro bien pintado. ¡Y tanto! Todo es cultura. No descubro nada diciendo estas cosas, pero, puesto que hay tantas personas empeñadas en ignorarlas, quizá convenga repetirlas. La existencia y asistencia a salas de concierto, teatros, museos, bibliotecas, etcétera, son probablemente indicadores secundarios nada más en una sociedad donde las clases sociales hayan jugado su papel durante el tiempo histórico que les correspondía, pero no dejan de martirizar muy bien los otros indicadores, los que se expresan en cifras. Si una ciudad de más de medio millón de habitantes, que concentra mucha industria, aunque no carezca de agricultura, ha borrado con la especulación sus huellas urbanas del pasado, si no funciona en ella con regularidad ningún teatro, se dan pocos conciertos, y los que se dan son itinerantes, porque no es capaz de mantener orquesta propia, carece de suficientes bibliotecas, etcétera, ¿qué hay que pensar de ella?
Para regresar al tema diré que, en principio, hay que pensar que carecerá de buenos restaurantes. Y no me refiero, claro está, a restaurantes con decoración más o menos suntuosa, con servicio de plata y camareros vestidos de frac, sino a restaurantes con buena cocina. Porque la decoración, el frac de los camareros, etcétera, se pueden improvisar, pero la buena cocina no. ¿Habrá que insistir en la relación cultural y económica que existe entre la buena cocina, la buena música, la buena pintura, etcétera? Hay casos, no demasiados, pero los hay, de ciudades con algún buen restaurante y pocos o ningún concierto -salvo los itinerantes, ya mencionados tan apagados y tristes generalmente-, casi ningún museo o con museos de poco interés, y apenas huellas urbanas de un pasado que se ha llevado por delante la especulación. Generalmente son ciudades asentadas en tierras con latifundios y, por consiguiente, con clientela para restaurantes donde se coma bien, pero a la que no interesa poco ni mucho más arte que el que hayan llegado a heredar y no se les haya ocurrido vender. Esa es, sin embargo, la excepción. Todavía lo normal es que la clase social tradicionalmente dominante sea la que aún sostiene teatros de ópera, salas de arte, buenos restaurantes, etcétera. Una clase a la que se le ha añadido otra, intermedia, la clase que se designa como pequeña burguesía, con tanta o más sabiduría gastronómica que la burguesía, y mucha más, generalmente, de la otra, la más específicamente cultural. Es la clase montant de ahora mismo, pero la otra, la dominante, sigue sosteniendo las riendas. ¡Y tanto! Las afloja un poco, de vez en cuando, para dar la sensación de que aprieta, pero no ahoga. Es la praxis de lo que se llama, o se llamaba, neocapitalismo, que a lo mejor ya no se llama así por haberse constituido en el capitalismo de nuestros días. Por haberse consolidado, como se dice últimamente de la democracia, pongo por caso, en el túnel de cuya transición seguimos, sin ver la luz del otro lado.
¿Y qué hacen los pobres en ese mundo? La pobreza no es un concepto que forme parte de la sociedad neocapitalista, cuya obsesión consiste en aumentar el número de los que se integran a su sistema ingresando en lapequeña burguesía. En ella están instalados la legión de los que aventajan a la clase dominante en sensibilidad, aunque no puedan pasar de una litografía firmada de Miró, pongo por caso, cuando sus señoritos pueden comprar, en cambio, y comprarán de cuando en cuando los originales.
La vida, por ahora, es así. A muchos nos gustaría que fuera de otra manera -creemos hacer algo porque llegue a ser de otra manera-, pero hay para rato. Y entre tanto, los que el firmante dé la carta al director en el suplemento de EL PAÍS llama pobres, incluyéndose en la clasificación, ¿qué es lo que pueden hacer? Pues ir a la cazuela de las sesiones de ópera, a localidades intermedias en los conciertos, pedir prestados los libros, o abrirse una cuenta en la librería para pagar poco a poco, etcétera. Me refiero, claro, a los pobres que no prefieran -y son la mayoría, alienada desde luego, pero tenaz en la alienación, aquí como en Moscú, pongo por caso- ir a gritar por su equipo en los campos de fútbol y pasarse la semana leyendo los comentarios del partido o viendo la repetición de la jugada en la televisión. Donde también se pueden escuchar conciertos, pocos, desde luego, pero alguno, aunque no sean esos precisamente los espacios con más audiencia. ¡Naturalmente, a causa de la manipulación de que son víctimas! Pero de todos modos, y manipulaciones aparte, siempre habrá pobres más sensibles, es decir, clase obrera con más voluntad de liberarse, que hagan esfuerzos por leer, por oír conciertos, etcétera, y que, en lo que se refiere a la gastronomía, prefiera un pimiento asado, troceado y aderezado con aceite y unos ajos picados, que un insulso bocadillo más o menos prefabricado. Porque, en definitiva, el gazpacho, la más insigne sopa fría que se conoce, o la paella, o el cordero asado, etcétera, ¿qué son, sino platos del pueblo elevados a la categoría de las grandes cocinas? Me gustaría que el firmante de la carta a EL PAÍS conociera la infinita variedad de arroces sin nada- o casi sin nada- que se hacen aquí, en el País Valenciano, desde donde escribo. Con sólo acelgas y unos caracoles; con sólo bacalao, con sólo unos pedazos de pollo o de conejo, etcétera. Quiero decir, y termino, que comer bien en lugar de comer sandwiches de plástico, etcétera, no es tanto una cuestión de mucho dinero como de un poco de buen gusto. Y nunca mejor dicho lo de gusto. Porque se trata de eso, de que el gusto por comer bien nos anime a emplear el tiempo necesario para asar un pimiento, trocearlo, aderezarlo con aceite y un picadillo de ajos y utilizar para comerlo pan, en lugar de tenedor. Con eso, y uno o dos buenos vasos de vino, se come mejor, mucho mejor, desde luego, que en cualquier cafetería al uso. Comer bien no es sólo, por consiguiente, cuestión de ser más o menos rico, sino de tener más o menos sentido del buen gusto, aunque sea en su grado elemental. Y de darle a la comida la importancia que tiene, costumbre que se va perdiendo con los expedientes sumarios de .la hamburguesa y el perrito caliente. Que es, por cierto, vicio más de ricos que de pobres.
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