Vicente Gállego
Acaba de morir un periodista. Un inmenso, un grandísimo periodista, que se llamaba Vicente Gállego. Quisiera en estos momentos tener una pluma mejor cortada para evocar en estas líneas su figura gigantesca de profesional de mi oficio, pero mi poquedad literaria y la emoción de su pérdida harían de este artículo una banal nota necrológica que de ninguna manera quisiera yo brindar a mi amigo Vicente Gállego. A mi compañero y maestro Vicente Gállego. Así, pues, recurriré a los recuerdos y a mi propio archivo para dar a estas líneas, ese mínimo de rigor que el propio Vicente me hubiese exigido.Empezaré por una anécdota personal que nunca se borrará de mi espíritu. Corrían los últimos meses de 1935 y yo era apenas un adolescente recién salido de la niñez aquel oscuro anochecer madrileño. Iba yo con mi padre por la calle de Alcalá, cerca del cruce con la de Sevilla. Sonaban ya las gargantas de los voceadores de periódicos anunciando la venta de un diario vespertino que acababa de aparecer. Se llamaba Ya, y su salida al mercado periodístico madrileño había significado una verdadera revolución entre los profesionales del oficio y del mismo lector vulgar y corriente que entonces se alimentaba en la noche con La Voz, Informaciones, El Heraldo de Madrid, La Nación, La Tierra y -no recuerdo bien- Claridad. El Ya era algo diferente, comenzando por el color de su papel -ligeramente rosado, un poco como el que ahora usa The Financial Times, de Londres-, siguiendo por la admirable «confección» del entonces argentino Ibrahim de Malcervelli, a quien en las redacciones se apodaba cariñosamente el Gaucho, y continuando por las crónicas de sus corresponsales en el extranjero (creo que el corresponsal en París era nada menos que Francisco Lucientes), por sus críticas de espectáculos -Carlos Fernández Cuenca hacía el cine-, por sus tiras de dibujos cómicos (uno de cuyos autores era -también nada menos- Miguel Mihura) y por su sección cultural, al cuidado de José María Alfaro.
El mejor periodista de España
En aquel anochecer, repito, un señor se acercó a mi padre, Víctor de la Serna y Espina, conversó con él brevemente, me dio un cariñoso cachete, y, tras despedirse, tomó un taxi «porque tengo que pasar ahora mismo por el periódico y se me hace tarde». Recuerdo las palabras de mi padre cuando se fue Vicente Gállego -pues era él- de nuestro lado: «¿Ves ese señor? Pues te digan lo que te digan de otros personajes, yo te digo que es el mejor periodista de España.»
Volví a encontrar a Vicente en circunstancias dramáticas -que no merece la pena evocar ahora-, casado ya con su guapísima ex alumna de la Escuela de Periodismo de El Debate, Dolores Gibert. Más tarde, en plena guerra, volví a verle, en Burgos, siendo director de la agencia Efe. Guardo en mi archivo una emocionante carta de Vicente Gállego que merece la pena transcribir ahora en sus párrafos más expresivos. Me decía Vicente, allá por mayo de 1973:
«Una desnuda sinceridad entiendo que es el mejor modo de corresponder a tu cordialidad. Amigos de mi frecuente trato tuvieron la generosa idea de organizar un acto en mi obsequio con el pretexto de una efemérides. Pero lo que yo podía aceptar -una conmemora ción íntima y cordial- alcanzaba unos vuelos fuera de órbita, de escala y de medida, incluso con intervención ministerial. A esto me niego rotundamente. Mi vida profesional no merece actos tan resonantes porque está llena de frustraciones a pesar mío. En muy difíciles circunstancias, con la revolución ya madurada, tuve que crear un diario derechista en Madrid. Nació Ya, con fisonomía inequívoca y personalísimo talante. Conoció la hostilidad intestina de los que dentro de la empresa temían la sombra de un diario nuevo que perturbara sus fáciles digestiones acomodaticias y claudicantes. Estalló la guerra. Al alcanzarse la victoria fue Ya quien, con su actitud, había salvado a la empresa, que pudo sobrevivir con un solo diario. Mi actitud me costó amenazas y disgustos, pero sus beneficiarios no han tenido jamás ni un gesto de agradecimiento cordial.»
«Al llegar yo a la España nacional me vi confiscado y movilizado manu militari para organizar la agencia Efe. Ahí están mis escritos de aviso y advertencia. Fueron inútiles. "Usted",me dijo mi antiguo amigo X. X., "no conoce la España nacional. Aquí no se hacen ofrecimientos; se dan órdenes." Pues a cumplir la orden. X. vetaba los nombres que no conocía, con ese argumento. Cuando los conocía era peor; por su estrecho tamiz no se filtraba nadie. Había que construir sin materiales y en un mundo en guerra en que todos los sistemas de transmisión eran material militarmente intervenido. Aún así, pude instalar tres emisoras, mantener comunicación regular y diaria con la América española, montar por primera vez en España una extensa red de teletipos en toda la península, transmitir a Baleares y Canarias, y montar corresponsalías propias en diversas naciones. Miquelarena, en Buenos Aires, fue el signo y cifra de los ánimos con que emprendí la obra encomendada.»
«Pero cayó X., con quien tantas enconadas diferencias tuve por su intrusismo y lentitud, y el infortunado heredero en el mando de la prensa se dedicó a destruir la obra de su antecesor. Con Y. y con Z. la prensa conoció muy infaustos y ominosos tiempos. La secreta historia está todavía inédita, pero no se perpetuará en el silencio. Fui destituído con reiteración y alevosía por el mismo Estado que me había movilizado por la fuerza. Me quedó la dirección de Mundo, revista por mí creada para ayudar a la agencia. Años después tuve que comprar esa revista porque la agencia, dirigida por un señor Gómez, decidió cesar en la publicación. Y, por fin, en insólita, tenebrosa y sucia operación de hipocresía, una tenebrosa sociedad se quedó con Mundo y tuve que apelar al Tribunal Supremo para cobrar una indemnización por el desafuero.»
«A muy grandes líneas, éstas son las principales frustraciones de mi vida periodística. Las frustraciones no merecen ningún homenaje, sino las amables condolencias de los amigos. Te doy tan lata explicación porque tu generosidad conmueve mi gratitud. Y te envío un entrañable abrazo de firme amistad. Vicente.»
¿Qué podía yo -pobre de mí- contestar a esa carta? Lo hice, sin embargo, con ardor y osadía, en estos términos:
«Me urge decirte ante todo, querido Vicente, que lo que tú, con una amargura bien comprensible, llamas tus «frustraciones », son en realidad tu gloria. Cuando se escriba la amarga historia de la prensa española entre 1936 y la fecha -aún no llegada- que el destino nos depare, se demostrará que los frustrados, los perseguidos, los despreciados, los estigmatizados por los monopolizadores de un patriotismo y de una ortodoxia tan falsos como cómicos (mi padre les llamaba "los estanqueros de la ortodoxia") han sido los auténticos héroes de una profesión tan denodada como incomprendida. A la cabeza de esos héroes estás tú. Los que de verdad somos periodistas, y nada más que periodistas; los que no hemos querido medrar ni en la política ni en los negocios, los que hemos asumido las servidumbres y las amarguras del servicio a una profesión apasionante, sabemos muy bien que tú eres el paradigma de esas virtudes, y estamos seguros de que tu gloriosa historia profesional será un ejemplo para las generaciones futuras.»
La información, rebajada a propaganda
«La prensa española ha vivido estos tres largos decenios cumpliendo un cometido que nada tiene que ver con el suyo auténtico. No ha estado al servicio de la historia cotidiana, veraz y objetiva de los hechos contemporáneos. Ha sido, por el contrario, el instrumento dócil -o resignado- de eso que se llama propaganda. Por ello los que no se resignaron -o no nos resignamos- a servir ese designio hemos sido apartados o combatidos. Pero, estáte seguro, y como tú dices, todo ello no se perpetuará en el silencio.»
«Yo espero en Dios que todavía te conserve largos años para que ese homenaje, al que con toda razón te niegas en estos momentos, lo puedas vivir entre el fervor y el respeto de quienes te tenemos a ti por verdadero maestro -y somos muchos más de los que tú puedas suponer- de una profesión que si no se ejerce con incorruptibilidad y con decoro no merece el nombre de periodismo.»
«Cuantos de verdad conocemos lo que ha sido la prensa española en el último medio siglo, sabemos que, sin Vicente Gállego, esa prensa no habría alcanzado estos hitos trascendentales que en su momento fueron el primer Ya, la moderna agencia Efe y el Mundo de los años cuarenta y cincuenta. Repito: las tuyas no son frustraciones, Vicente, sino glorias auténticas y hazañas heroicas. Hoy silenciadas por los mediocres, por los cobardesy por los trepadores. Pero algún día esa gloria se destapará, luminosa y ejemplar.»
«Mientras tanto, que te sirva de íntimo consuelo el saber que somos muchos los que estamos impacientes por proclamar la limpieza y la trascendencia de tu paso por la prensa española. Entre ellos -lo sabes muy bien- quiero contarme en primerísima fila.»
¿Qué podría añadir ahora a todo esto? Nada. Si acaso, mi dolor infinito al ver convertido en cristianas cenizas el cadáver de Vicente Gállego y al ver a Dolores de nuevo, gallarda y entera, vistiendo el luto de las mujeres valientes.
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