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Los pasotas también se casan

Manuel Vicent

A pesar de todo, los pasotas también se casan. La naturaleza tiene previsto un estado de imbecilidad transitoria alrededor de los veinticinco años en que los cuerpos más insolentes están con la guardia baja. La escabechina sacramental captura entonces una gran redada de inocentes. Después de visitar los santos lugares magnéticos con un macuto, después de revolcarse por el esplendor de la hierba, después de pasear la barba y el morral por las plazoletas iniciáticas, las tabernas de moda, las barrocas escalinatas que sustentan héroes con levita, si una pareja de pasotas se ama, al final entra en un garaje convertido en capilla de suburbio, pide presupuesto, tantos cirios, tantas alfombras de estameña, tantos geranios, tantos acordes de armonio ratonero, los tres quilos de arroz bomba y se casa. Todo por epatar. Los pasotas se arrodillan en un reclinatorio de pino, humillan ligeramente la nuca y se hacen bendecir por un cura amiguete.El novio suele ir equipado con un traje de pana lisa; la novia se adorna con traje típico del tercer mundo, de colores vivos, tela basta bordada por las manos de un zulú. Los pasotas nunca lloran y menos delante de sus viejos amigos de orgía. Ella ni siquiera insinúa el más leve mohín. Los dos admiten las maniobras del ceremonial con un rictus divertido, con un pliegue cínico en la comisura, como si la cosa no fuera con ellos. Pero lo cierto es que los pasotas se casan con papel timbrado, hisopo, arroz y consentimiento a prueba de un obispo de Detroit.

En los años sesenta los progresistas también se casaban, aunque no eran tan inocentes ni provocadores. Entre aquella juventud avanzada estaba de moda curarse en salud. Todavía creían en el matrimonio. La pareja, antes de visitar al cura, pasaba por la notaría y depositaba allí un sobre lacrado. Sabía perfectamente que las promesas de amor y los dulces revolcones en el pajar, cuando Regaba el hermaneo de carnes, se convierten en un puro asquito. En seguida aparece la crueldad mental esa y la pareja tira cada una por su lado.

Hasta entonces la separación matrimonial entre progresistas solía hacerse a pelo: para ti la cerámica de Alcora, para mí el mantel de Rumania; para ti el cartel de Che Guevara, para mí el disco de jazz; para ti el amuleto erótico de Ibiza, para mí el plato limosnero que compramos en aquel anticuario de Orense; tú te largas por esa esquina y yo me rilo por la otra. Luego venía lo de asumir el impacto del trauma, mandar los niños al Liceo Francés, reorganizar los canales de la marihuana, mientras la curia entre resultandos, considerandos y petición de pasta dejaba que las hojas de los árboles se doraran y cayeran diez veces y entonces fallaba. Fallaba o erraba, que eso nunca se sabe.

Pero con el truco del sobre lacrado en la notaría los progresistas más sofisticados cogían el atajo. El sobre contenía una declaración jurada donde se decía que ellos no tenían intención de casarse ni nada, que todo había sido una broma, por eso ponían esa cara de risa en la ceremonia nupcial. Al llegar las primeras bofetadas los progresistas rasgaban el pliego, el notario daba fe, que para eso está, presentaban la papela en la curia y el trámite entonces era más fácil.

Probablemente el cura que los casó tampoco era cura ya y también se había casado para llevar la contraria. Luego, todo se reducía a repartirse equitativamente la loza.

Aunque parezca mentira, los pasotas ahora también se casan. Un buen día, alrededor de los veinticinco años, les pilla con los genes atontados, les da por ducharse, se les afloja el esfínter del amor y buscan un papel sellado. Entran en la turbina del sacramento con una inocencia preternatural. Mientras los burgueses se deslían en la vicaría de Detroit, los obispos españoles trenzan un documento latino sobre el divorcio y el Parlamento construye una escalera de incendios para el matrimonio, los dulces pasotas, ajenos a la que está cayendo, se arrodillan en un reclinatorio de pino y blanden el dedo corazón para que les metan el aro. Es lo último que se lleva en materia de cinismo, la última finta de la provocación.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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