¡Pobres países pobres!
Acaba de salir en Francia un libro titulado El Tercer Mundo y la izquierda, en el que se reúnen los artículos publicados en el Nouvel Observateur sobre el tema a que alude el primer concepto del título. El Nouvel Observateur lo presenta así: «Balance crítico de una experiencia intelectual y moral que movilizó a toda una generación. Es natural que desde que los gulags florecen en los trópicos o en Indochina, desde que el Africa descolonizada se ha adentrado por los caminos que raramente son los de la libertad, hombres de izquierda se interroguen con lucidez: ¿qué sentido tuvo su combate al lado de los nacionalistas del Tercer Mundo...?»Esta vasta pregunta revela un estado de ánimo general. Muchos intelectuales que en los años sesenta y buena parte de los setenta dieron su tinta por las ilusiones progresistas de los países asiáticos, africanos o latinoamericanos están decepcionados ahora por la evolución de los regímenes a los que creen haber ayudado a triunfar. A esos intelectuales, Malraux les había mostrado cómo se podía ser revolucionario -y un poquitín aventurero- en lugares exóticos, tales como España y Conchinchina, al tiempo que liberal, cuando no conservador, en su tierra. Luego, la Conferencia de Bandung de 1955 les confirmó el mito de que el Tercer Mundo (Alfred Sauvy acababa de inventar tan feliz e impreciso término), cuya descolonización empezaba o se aceleraba, llegaba preñado de promesas: la nacionalización del canal de Suez, el triunfo de los revolucionarios cubanos, la guerra de independencia argelina y, sobre todo, la lucha desigual del pueblo vietnamita contra la mayor potencia industrial y guerrera del globo, confirmaron las esperanzas en una humanidad nueva, limpia de relaciones de dominación, en la que reinaría la fraternidad universal.
Estas batallas lejanas sirvieron de fermento en las metrópolis. Los negros de EEUU luchaban por sus derechos cívicos y contra la pobreza al socaire de las manifestaciones antiimperialistas de los campus de las universidades; en Europa, sobre todo en Francia, las huelgas de los obreros daban una importancia real a la rebelión estudiantil, que había empezado precisamente con acciones de apoyo a la causa vietnamita.
En la década de los setenta estos sueños de revolución planetaria parecían realizables: en 1974 se hunde el imperio colonial portugués; en 1975, Vietnam y Caráboya expulsan a los ocupantes americanos; se acrecientan las luchas populares en Africa del Sur, en Namibia y en Zimbabwe; se produce la revolución campesina en Etiopía, y hasta en los países mediterráneos europeos -Grecia y España, así como Portugal- se multiplican las caídas de los dictadores y, en algún caso, logran unirse las izquierdas. Todo esto presagia una nueva relación de fuerzas ante la burguesía arrogante o frente a los países industrializados, tanto socialistas como capitalistas. El imperialismo americano parece replegarse en América Latina (golpe en Chile, poder militar en Argentina).
Y he aquí que los productores de petróleo aprovechan este momento para acercar el precio de sus crudos a un nivel más justo. Se descubre entonces que disminuye el poder adquisitivo, se frena la expansión y aumenta el paro obrero en los países ricos.
Es cierta la brutalidad de los métodos comunistas camboyanos; que Vietnam pasó de ser un país atacado a una potencia invasora; están frescas aún las payasadas trágicas y macabras de Amin Dada y de Bokassa (impuestos y apoyados por potencias industriales, no hay que olvidarlo), y aún no ha surgido un hombre capaz de llenar el vacío dejado por Bumedian, el único líder del Tercer Mundo que tenía un proyecto serio y coherente de desarrollo en esas áreas. Todo esto, junto, resulta suficiente para que la explotación de los pueblos subdesarrollados parezca menos repugnante y para que se les pueda abandonar a su destino sin menoscabo de nuestro confort, moral e intelectual ni, menos aún, material.
Con fórmulas sencillas y pertinazmente machacadas -dictaduras, corrupción, luchas tribales, matanzas residuales de ritos ancestrales- se ocultan dramas de los que ya no conviene ocuparse. Si los países africanos o del Tercer Mundo en general se liberaron de los antiguos colonos para caer en regímenes mucho más sangrientos que los anteriores; si el hambre y la miseria se ceban en ellos, de ellos es la culpa. Ejemplos y consejos nunca les faltaron.
No se quiere ver lo que oportunamente demuestra el embajador de Argelia en Francia, Mohammed Bedjaui, en un libro que acaba de publicar la Unesco, titulado Por un nuevo orden económico mundial, del que entresaco los datos siguientes: existe un «orden internacional de la miseria» regido por mecanismos implacables que enriquece desde siempre a los países ricos, en detrimento y a costa de los pobres. Este sistema asimétrico e injusto, desequilibrador y alienante, se está reforzando ahora y explica el estado actual del Tercer Mundo. Antes, los porcentajes de alimentación en los países desarrollados y subdesarrollados, y sus diferencias, se calculaban entre individuos, digamos, de la misma especie. Ahora, el hombre del Tercer Mundo ha sido devaluado y se le puede comparar ya con los animales domésticos de los países ricos. Así pues, los perros y los gatos de los países avanzados disponen de la cuarta parte de la producción anual de cereales, lo que equivale al consumo de China y de la India juntas; es decir, de 1.300 millones de almas.
La producción de la industria alimenticia para perros en EEUU representó en 1967, por cabeza canina, la suma del producto por cabeza de habitante humano en la India. En Francia, el consumo de calorías de los ocho millones de perros y de los siete millones de gatos equivale a la totalidad de la población de Portugal. Los alimentos superfluos que los americanos arrojan a la basura en un año podrían mantener a todo el continente africano durante un mes. Los animales domésticos de los países ricos poseen hoy lo que no tienen los habitantes del Tercer Mundo: peluqueros, sastres, veterinarios y restaurantes especializados.
Los países pobres, que representan más de las tres cuartas partes de la humanidad, sólo se benefician del 6,5% de las riquezas mundiales, y aunque poseen el 80% de las materias primas, su parte en la producción industrial es inferior al 7%.
La población de EEUU representa el 6% del planeta y consume el 55% de las riquezas totales; los aparatos de climatización que utiliza este país consumen más energía que China Popular, con sus 850 millones de habitantes.
Por último, y no es todo, se ha calculado que un niño americano dispone de casi quinientas veces más bienes materiales que un niño de un país subdesarrollado, y durante el tiempo que ha tardado usted en leer este artículo hasta aquí, es decir, unos cinco minutos, han muerto cerca de treinta personas de hambre en el mundo.
Los países pobres no son dueños de sus riquezas. Es falaz decir que Guatemala produce plátanos. Más justo sería precisar que la sociedad americana Del Monte, heredera de la aborrecida United Fruits, cosecha plátanos en Guatemala. Los mecanismos de intercambios internacionales hacen que los países productores del Tercer Mundo no controlen los precios de las materias primas que venden. Eduardo Galeano, en Las venas abiertas de América Latina, nos ha dado mil ejemplos. Pero he aquí otros del libro a que me refiero: en 1963, Tanzania tenía que producir cinco toneladas de sisal para adquirir un tractor; siete años más tarde, en 1970, el precio del mismo tractor se elevaba a diez toneladas de sisal. En 1960, los países exportadores de caucho compraban seis tractores con veinticinco toneladas de este producto; hoy, con la misma cantidad, sólo pueden obtener dos tractores.
El aumento de precios de las materias primas -del café, por ejemplo- resulta de manipulaciones especulativas de las grandes firmas y nunca redunda en favor de los trabajadores de las plantaciones: en 1954, los países del Tercer Mundo productores de café necesitaban entregar catorce sacos de granos a cambio de un jeep; en 1963, ese jeep les salía a 32 sacos.
Las delicias de la sociedad de consumo se fundan en una injusticia planetaria. Esto debieran saberlo los intelectuales que tratan de poner una pantalla entre su moral y el Tercer Mundo. Ya les dijo Engels a mediados del siglo pasado que el proletariado inglés se beneficiaba del imperio !colonial. Después de tres minutos más de lectura, los muertos por inanición en los países pobres se elevan a 55. Gracias a estos cadáveres esqueléticos tenemos nuestros cochecitos, nuestros cafés bien azucarados, nuestros transistores, nuestra casa de campo y nuestras vacaciones pagadas.
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