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España y Euskadi

En el artículo publicado aquí mismo últimamente examinaba las posibles salidas vascas del conflicto de Euskadi. Hoy, y para terminar con el tema, voy a considerarlo por el otro lado, por el nuestro, y a analizar las posibles opciones españolas.Una, totalmente emocional (con la emoción del «estar harto»), apolítica e irresponsable, pero que cada vez cunde más, es la de exclamar algo así como esto: «Que se les dé la independencia, después de que pasen a este lado los que no quieran seguir viviendo allí, pero que se cierre herméticamente la frontera entre ellos y nosotros, que, en adelante, se las arreglen ellos solos, como puedan, y que nos dejen en paz.». Aun cuando tal postura no se presente seriamente como una opción, sino como un puro desahogo, importa tomar en consideración el estado de ánimo que revela, el de ruptura de una solidaridad más profunda que la política o nacionalista, a la que al final me referiré.

Frente a esa dejación de responsabilidad, la posición polarmente opuesta -aunque una y otra sean sustentadas, curiosamente, por gentes, en su mayor parte, de la derecha- consistiría en forzar a los vascos a ser españoles al modo centralista, y ello recurriendo a la declaración del estado de guerra, la confrontación bélica y la ocupación del País Vasco, a sangre y fuego, por las tropas nacionales. La opción de responder al terrorismo con el terror del Estado y de disponerse a un verdadero genocidio, paradójicamente daría la razón a ETA en su planteamiento, abocaría a la atrocidad de otra guerra ambiguamente civil entre dos naciones enemigas y, para colmo, tras no acabar con el terrorismo, exacerbaría el sentimiento nacionalista de todos los vascos, que se sentirían unidos en la pasión común de un pequeño pueblo aplastado por el poder militar del opresor. Lo que allí une -la voluntad de autodeterminación- prevalecería, con mucho, sobre lo que separa -la voluntad de revolución-. El mundo entero tomaría posición contra tal «España» y contra el «holocausto» que ella, en tal hipótesis, perpetraría. Bien miradas las cosas, es, pues, una opción aun más irresponsable que la considerada en primer lugar.

La tercera opción, probablemente no más efectiva, en la que muchos piensan, es la del restablecimiento, para estos casos, de la pena de muerte. Ahora bien, tal opción es claramente anticonstitucional, salvo que se pase por la anterior de declaración de guerra. Sólo me importa aludir a ella porque nos lleva a la cuestión del juridicismo. Otra vez, paradójicamente, muchos de los que hoy urgen el respeto a una interpretación, la suya, de la Constitución o no votaron ésta, o lo hicieron a regañadientes, y con la voluntad proclamada de modificarla tan pronto como puedan. Y ello frente a una comunidad, la vasca, que mayoritariamente no votó la Constitución.

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Temo que ese juridicismo no sea más que el parapeto tras el que se oculta apenas la noluntad (Ganivet, Unamuno), o voluntad de no hacer nada, dejar que la situación degenere en completamente pourrie, como diría un francés, y después..., bueno, después, probablemente, el abandonismo. Es lo que, en cuanto a los conflictos internacionales, no hacía y terminaba por hacer, demasiado tarde y de la peor manera posible, Franco. Es lo que tiende a no hacer el Gobierno actual, heredero legítimo, sin ruptura, de aquél.

Lo cual nos retrotrae a una consideración de responsabilidad histórica. Durante la guerra civil, el pueblo vasco -y no hay duda de que es necesario reconocer que entonces las opciones del pueblo vasco y el pueblo navarro fueron opuestas, lo sean o no hoy- fue aplastado en una guerra vivida por él como suya -quiero decir, completamente diferente de la del Gobierno «republicano» de Madrid-, y que, naturalmente, lo que se sembró -o se arrasó- entonces, se cosecha -o se lamenta que falte- ahora: el sentimiento de unidad española de un pueblo al que se derrotó, sometió y persiguió en nombre, mil veces mil se ha pregonado así, de la unidad de España. Las situaciones históricas son irreversibles, lo que pasó, pasó, sigue pasando para nosotros y pesando sobre nosotros.

¿Qué hacer entonces? A mi entender, no hay otra opción practicable que la de buscar una solución política del conflicto. Existe, cuando menos, un interlocutor válido, el PNV. Responsabilizarle de la situación, hacer que asuma una identidad política sustantiva, y no a la zaga del radicalismo abertzale, exigirle que se autodetermine él mismo (y que no se limite a reivindicar una ambigua autodeterminación de Euskadi) y cargarle con el efectivo gobierno del País Vasco, me parece la única salida posible.

Pero se objetará: «¿y qué va a pasar con la «unidad nacional»? Estoy convencido de que al PNV no le interesa la ruptura de ésta (aun cuando, como vimos en el artículo anterior, en la situación de caos interno subsiguiente a una hipotética independencia, sería el inevitable beneficiario «europeo»), porque sus intereses se encuentran más amparados dentro de la comunidad hispánica que fuera de ella. (Y justamente por aquí, y sólo por aquí, por esta línea del desequilibrio económico, es por donde debería afirmarse la intransigencia del Gobierno, en defensa de las regiones pobres de España.) Sin embargo, y pese a esta convicción, pienso también que es necesario emprender una tarea de desmitificación cultural del viejo concepto de «nacionalismo». Los nacionalistas vascos sueñan con una independencia nacional imposible en el mundo actual. (Y más imposible aun, si, como pretenden los más radicales de ellos, intentan complicarla con una revolución socialista.) Los nacionalistas es pañoles, ciudadanos de una España cada día más sometida, más colonizada económicamente y, en fin de cuentas, en cuanto estilo de vida, y políticamente también, se aferran, sin embargo, desesperadamente, a esa ficción de una «unidad nacional», en realidad «multinacional». La época de los nacionalismos toca a su fin. ¿Para que comience otra de grandes comunidades concretas, autónomas, democráticas y, a la vez, supranacionales, como sería de desear? ¿O para que se afiance la de los grandes imperialismos, como es de temer?

La organización probable del mundo, en el supuesto, difícil, de que mantenga una estructura realmente democrática, ha de ser supranacional. Pero la comunidad supranacional, europea u otra, pasa necesariamente por las «naciones» en el sentido prenacionalista de esta palabra, en tanto que una «Europa de las patrias», como decía el nacionalista De Gaulle, es una contradicción en los términos. Como ya vimos en articulo anterior, las posiciones de los nacionalistas ultras españoles y de los abertzales radicales vascos son rigurosamente simétricas y ambas, por igual, anacrónicas, con el atenuante, por parte vasca, de que se trata de una antigüedad para ellos nueva, quiero decir, que jamás, hasta ahora, realizaron. Estoy persuadido de que, a más o menos largo plazo, se cobrará conciencia de esta obsolescencia del nacionalismo político. En cambio, la «nación», directamente arraigada en una cultura y una lengua -o manera de hablarla- propias, pero no estancadas, sino en continuo renuevo, es la unidad cultural del porvenir. Y la revolución cultural es la que apunta a esas estructuras elementales de la vida cotidiana, de la vida de la «nación» con minúscula. Es decir, justo lo contrario de aquella abstracta y retórica «unidad de destino en lo universal».

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