De exilios y prisiones
Decía Cortázar, en una entrevista relativamente reciente, que escritores y artistas deberían tomarse el exilio como una bolsa de estudios, con la que su Gobierno les obsequia para seguir su obra en el extranjero. Así vendría a ser su escudo, su esperanza, su remedio, su modo de continuar en pie, de no dejarse aniquilar a fuerza de aflorar su suelo.De tales bolsas, de tales estudios más allá de los altos Pirineos, sabemos los españoles no poco y aun de otras cárceles del alma de las que fuimos casi pioneros. Viendo con qué saña continuada y dirigida se envió a la cárcel siempre en nuestro país a todo tipo de escritores, se diría que aquí, a lo largo de la historia, gozaron siempre de temida influencia, de docencia peligrosa, digna de hispanos maquiavelos. Y sin embargo, sin recurrir a Larra, todos sabemos qué poca cosa significa escribir en España. No se trata de llorar, sino de flotar en el vacío, no se trata de sembrar doctrina, sino más bien de no herir susceptibilidades capaces de alzar montañas de rencor por nimias alusiones.
Desde el sufrido Garcilaso al no menos doliente don Antonio, del Danubio a Colliure, pasando por los toros de Burdeos, los distintos Gobiernos españoles nunca anduvieron demasiado remisos a la hora de facilitar esas becas de estudio de que Cortázar habla, con las que ampliar conocimientos desde la espera y la añoranza hasta los turbios pagos de la muerte. Y para aquellos que quedaron en casa, ministerios y dinastías, según el signo de los tiempos, siempre tuvieron un lugar reservado, a fin de enriquecer con recuerdos doloridos y vivencias amargas la pluma de sus futuros prisioneros.
Sin espigar demasiado en tal sentido, la cosecha se inicia con el buen Arcipreste allá en su promontorio, persiguiendo serranas y escribiendo cantigas hasta dejar que el verbo un día se le fuera. « Las cartas recibidas eran de esta manera: que el cura o el casado, en toda Talavera, no mantengan manceba, casada ni soltera.» No se sabe si los clérigos ofendidos apelaron al Papa o al rey como vasallos naturales, pero es el caso que al autor de los versos se le metió en prisión para que meditara sobre el valor de los pecados de la carne.
El canciller López de Ayala, en cambio, de muy distinto oficio y rango, sintió caer sobre sus hombros la pesada miseria del exilio en numerosas ocasiones, pudiéndosele considerar precursor de actuales actitudes. Como un agente doble o un moderno político en ciernes, cambió de bando varias veces hasta caer prisionero de los ingleses. Liberado y derrotado más tarde en Aljubarrota, puesto precio a su rescate como pieza especial en el tablero de aquellos siglos oscuros y revueltos, fue preciso que su mujer buscara a toda prisa el dinero exigido antes de que los portugueses sucumbieran a la tentación de poner fin a tales veleidades. Astuto, oportunista, su probada ambición política cambió de signo al paso de los años, convirtiéndose al final de sus días en patriota, no se sabe si por afán de medro o prematuro cansancio de la vida.
Juan de Mena, nunca comprometido, dejó pasar su vida y obra en la torre de su dorado laberinto, en tanto Garcilaso, por asistir como testigo a un matrimonio, en contra de los deseos del emperador, fue a parar a orillas del Danubio, sin que llegaran a valerle los buenos oficios del duque de Alba ni su hoja de servicios, tan repleta de hazañas como de versos claros, rotundos y perfectos.
Tan mala racha alcanza cima y cotas ya modernas con fray Luis de León, cuyo proceso añade nuevas razones de persecución a las ya conocidas, a saber: posibles antecedentes judíos. Cinco años de paciencia y privaciones en las mazmorras de Valladolid fueron precisos para recuperar la cátedra, siendo luego declarado inocente. Final feliz, modelo de modernas narraciones, que no borra del todo la envidia que subyace en todo tipo de oscuras delaciones.
Juan de la Cruz fue sacado una noche de su celda de Ávila por un grupo de frailes y gentes de armas, que le arrastraron hasta el convento de Carmelitas de Toledo. En sus oscuros subterráneos, este poeta de la luz fue maltratado, humillado y, por si aquellos días fueran pocos, aún tuvo tiempo después de ampliar vivencias sobre el cuerpo y el alma, cuando, una vez reconocidos los frailes descalzos, sus antiguos hermanos enemigos, volvieron a su cerril persecución hasta acabar con sus huesos en Segovia, a la vera del río, en el más pretencioso enterramiento de la historia de la literatura española.
A Cervantes, los turcos le becaron con una bolsa de estudios en los Baños de Argel, donde aprendió a tener paciencia, asignatura que le fue luego bien necesaria, cuando las cuentas de su banco no cuadraron, volviendo a la prisión, algo más llevadera esta vez, quizá por española. Lope la conoció por su verso dicaz, por asonancias que a buen seguro dieron en el blanco. A ella sumó ocho años de destierro para ampliar conocimientos sobre las consecuencias del amor, mientras a Tirso la censura de su Orden le prohibía escribir, por temor al escándalo.
De Quevedo no es preciso recordar sus días de León, en los que implora al Conde Duque una piedad que él nunca tuvo para colegas y enemigos. Bien es verdad que el poeta del amor y la muerte veía por entonces ya acercarse a la sin nombre, aquélla que acabaría con sus huesos al pie de su torre. Torres Villarroel o Jovellanos, los postreros envites de la muy santa Inquisición, nos hacen entrar de lleno en tiempos más cercanos, cuando las cárceles de España, los exilios de España, doblan listas, si no en la altura de sus nombres, si en la vena de un bando y otro bando, ampliada con los recién llegados del otro lado del Atlántico. Hoy se pide abrir las puertas de par en par a la corriente de este otro exilio, en justa compensación o correspondencia a parecido gesto, que, en sentido inverso, favoreció hace años a tantos nombres ilustres nuestros. Pero no debe ser ésa una razón fundamental después de todas las apuntadas antes. La puerta debe abrirse para todos por pura humanidad, no cambiando favor por favor. Ahí está el ejemplo de Francia a través de los siglos, del que continuamente se beneficiaron tantos españoles. No se trata de gratitud o prevención, se trata de sentir al hombre universal antes que individual, de entenderle en su más genuina condición, a través de las culturas y los siglos: a un tiempo prisionero de todos y a la vez exiliado perpetuo.
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