Te espero el Eslava, ¡guau!
La nueva espiritualidad es una resina que exudan las máquinas más sofisticadas. Puestos a ser santos modernos, a unos les da por raparse la cabeza como una cebolla y dejarse una rama de pelo en el cogote. Otros adoptan una postura transida de humildad, el cuello torcido como un beato de mosaico, las manos pálidas en el brasero de la entrepierna. Los nuevos santos están manufacturados con un molde oriental, hierba, semillas, perfumes gordos, brazos en candelabro, mandras, suras, maestros de costillar translúcido. Ahora la juventud espiritual ya está en las aceras de la ciudad tocando el pandero con el cráneo alucinado, cocido por el sol omnipotente de julio.El que busca frenéticamente la verdad corre el riesgo de encontrarla porque está demostrado que el espacio es curvo, de modo que si alargas el brazo infinitamente acabas por atraparte el propio trasero. Es siempre el mismo final de trayecto en este camino de perfección. Los muchachos rapados con batolones naranja que recitan plegarias panteístas, los últimos sufis cortados por la línea de puntos de la menara coránica, los blandos guerrilleros del amor con su sonrisa de arroz con leche que te regalan un prospecto de felicidad cuando te ven parado en un semáforo en rojo forman una tropa teológica que se veía en París, Londres o San Francisco hace quince años. Ahora están aquí. Es un producto espiritual que ha fermentado en los cementerios de máquinas en Pasadena, un lujo o excedente de las ciencias exactas.
Esta dulzura del salmo se mezcla con el calambre electrónico de rock, una juventud compuesta por chicas guau, alevines dorados con pantalón de muchos pliegues, residuos carnales que se clavan en estoque en un lugar recóndito del cuerpo que no pueda descubrir la policía, ese pinchotazo que hace volar a los púberes por encima de los atascos, las reatas de bienaventurados orientales que cantan mandras de salvación en las isquinas integran en su actitud el nuevo rito de la fiesta. Este, el teatro vivo que va desde la discoteca de moda. a la plazoleta pasota, a la estación de Metro donde los marginales se refugian del bombardeo.
Hace unos días el teatro Eslava ha sido vendido a una empresa que piensa convertirlo en un templo de música total, en una gran posada lúdica de todas las formas corporales de la juventud. El teatro Eslava tan burgués, tradicional y fenecido va a transformarse en un refugio alucinante a la manera del Grand Palace de París, del Dorian Gray de Francfot, del Studio 54 de Nueva York o tal vez va a coger la onda de aquel viejo Paradiso de Amsterdam, un caserón destartalado donde la generación de los sesenta se escrutó los pliegues del ombligo buscando la fórmula de la materia y de la energía. La escritura pública de compra-venta del teatro Eslava se ha formalizado con dos protagonistas muy simbólicos. Como vendedor, a un lado de la mesa notarial estaba Luis Escobar echando la firma definitiva a una forma muerta de teatro, con su barbilla izada sobre el certificado de defunción. A otro lado un joven empresario, que ha olido el dinero en las modalidades de la nueva estética del teatro vivo, ha asumido la propiedad del local para sacarle la pasta al rito de la purificación moderna.
El Eslava puede transformarse en un sombrajo antiatómico donde se cuezan los traumas, neuras, depresiones, huidas de una estética, en una amalgama de espiritualidad oriental con amplificadores supersónicos, con rampas de lona chamuscada que serán el tálamo para las escombreras corporales de los marginados, de las chicas guau, de los dorados alevines del consumo, de los protagonistas del gran teatro. Allí se abrazarán en la penumbra los monjes rapados con el batolón anaranjado, la estirpe del Hare Krisna con una leva de púberes que se astillan la pelvis con una sacudida eléctrica de rock. El nuevo mito para el vieío rito.
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