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Reportaje:

Jiménez Losantos: la tradición liberal de la cultura española

Francisco Umbral presentó el libro "Lo que queda de España"

Franco nos hacía mucha falta, porque todo el que no estaba empleado en sindicatos, por entonces, se beneficiaba de la duda y podía pasar por comunista, marxista, maoista, republicano o, cuando menos, por amigo de la UNESCO.Muerto Franco se acabó la rabia y entonces se ha visto que quienes sólo eran marxistas en función de su antifranquismo, ya no son nada. Unos están en el campus tocando la guitarra y esperando un diploma con orla, otros están en el café Ruiz pasando de todo, en los espejos, otros están en el pub Dickens escuchando a Fernando Savater, por saber cuándo habla él y cuándo habla Cioran, y otros, quizá los más, sensatos, los que mañana serán hombres de provecho, los más urbanos, retoman la vieja tradición liberal republicana, progresista, institucionista, regeneracionista, arbitrista (nunca fascista), y hale.

Entre estos últimos, Federico Jiménez Losantos, que es muy joven y muy de Teruel, y que desarrolla su admirable inteligencia a partir de un error de origen, como se dice que funcionan las IBM. El error es dar por supuesto que las cosas, lo que sea, van en serio: la lucha del catalán contra el castellano, o a la viceversa, el ultracomunismo de los ex comunistas o el ex comunismo de los ultracomunistas, el exilio interior/exterior, y en todo caso voluntario y lúdico, de Juan Goytisolo, y cosas así.

En mitad de una joven generación fría, anglosajizada y anglosajonijodida, que confiesa no haber leído nada más que en inglés, y nunca nada español (Javier Marías), a mí me alegra que surja un ensayista gracianesco, quevedesco, castellanista, de vuelta de las traseras del estructuralismo y el Centro Pompidou, donde seguramente ha estado haciendo sus necesidades con Cela, de vuelta de la escritura gélida, de la prosa kelvinator, falsamente aséptica en unos, falsamente barroca y lezamalima en otros. Lo de Javier Marías sería correcto y tendríamos en él un nuevo Santayana si no se obcecase en forzar libros en español, uno tras otro, cuando confiesa no haber leído a los españoles. Y eso se nota.

Como se nota que Federico Jiménez Losantos, tan de vuelta del franquismo como del antifranquismo (para muchos vino a ser la misma cosa), ha masticado la cultura del mundo en el drugstore gay de las Ramblas y ha decidido que su camino de perfección pasa por el jardín de los frailes, don Manuel Azaña y la España invertebrada, pero vertebrable, de Ortega y Gasset.

Todo esto, antes de la asunción de la calle de Claudio Coello, nos hubiera dado nada menos que un reaccionario: hoy, cuando los eurocomunismos se estilizan hasta dejar su revolución en cultural, cuando los novofascismos se radicalizan a nivel de cafetería conflictiva, la suma de valores y contravalores del joven profesor castellano/aragonés/catalán nos da un español cabal -esa cosa que ya no se encuentra-, un republicano de la II República, un chico que quiere conectar con la España/antiespaña de los ilustrados, los afrancesados y los castristas de don Américo, frente al Artespaña de los decoradores de los muros de la patria mía con sus escudos familiares y sus estampillados de provisionales.

Como «Las flores del mal»

Lo que queda de España es uno de esos libros que tiene leyenda desde antes de nacer, como Las flores del mal, cosa que me parece muy bien, pues yo creo que la leyenda de un libro hay que conseguirla antes de que salga. Después, lo único que hay que conseguir es cobrar del editor. Leyenda y pendencia de Lo que queda de España que se centran en su capítulo o capítulos dedicados a la polémica del castellano en Cataluña, tema y batalla en que todos andamos más errados que erradicados, ya que parece que estamos enfrentando bloques dialectales completos, cerrados, moles de lenguaje completas, puras, íntegras, como si el castellano no fuese un latín degenerado y aljamiado por mil arabismos, galicismos y otras homosexualidades de la lengua. Y como si el catalán no estuviese reflorecido de provenzalismos, castellanismos, valencianismos, galicismos y otras inmigraciones coloquiales y de mano de obra.Los idiomas han fornicado entre sí toda la vida, y el mito de Babel está mal resuelto, como casi todos los mitos, pues lo cierto es que de la confusión de las lenguas habría nacido una nueva lengua en la que se habrían entendido todos, desde el maestro de obras de la torre hasta los pintores que la pintaron.

Siendo esto así, Franco no pudo, en cuarenta años, amputarle un solo verso a Carner, una sola glosa a D'Ors, una sola boutade a Plá, y son ahora los catalanes quienes entierran en vida a Plá y D'Ors, quienes ejercen discriminación y holocausto sobre sus propios grandes escritores. Siendo esto así, Cataluña no podrá evitar que los emigrantes o inmigrantes de Murcia le siembren su catalán popular o elitista de murcianismos, pues es vieja y poética la ley según la cual el invasor se deja poseer femeninamente por el invadido, y el dominador se deja influir nocturnamente por el dominado, cosa fácil de probar a poco que forcemos la teoría de Hegel sobre el señor y el siervo.

Contra la Generalidad y contra la Moncloa, el castellano y el catalán fornican ya gozosamente en toda Cataluña, y de eso pueden salir enriquecidas ambas lenguas, e incluso una tercera. Una vez más queremos petrificar la historia en lava monolítica y poner el letrero de que hasta aquí llegaron las aguas. El castellano del charnego Vázquez Montalbán, a quien tanto y con tanta gracia combate Jiménez Losantos, ha llegado a una facundia gastronómica y catalana que es su mayor encanto. El castellano narrativo de Marsé ha llegado a una prosa choriza y eficaz, lenta y densa, de modo que leerse una de las grandes novelas de Juan es como llenarse la panza de habas catalanas con butifarra, pasado todo por las argucias estructurales de Faulkner y los casticismos de las Ramblas.

Importa el escritor

Yo diría que lo que importa no es el idioma, como otras veces he dicho que lo que importa no es el género, sino el escritor, siempre el escritor, y pongo el caso de dos prosistas híbridos que han hecho obra de arte de su hibridismo. Jiménez Losantos hace muy bien en denunciar excesos y contraexcesos, pero me parece que no se ha parado un momento a pensar lo que él sabe mejor que yo: que la lengua se hace a sí misma, en complicidad con otras lenguas. Que las lenguas se dan la lengua.Importa el escritor, ya digo, y los muy malos escritores que hoy abundan en castellano-catalán, por Barcelona y por ahí, no se salvarán como los que he mencionado, sino que se hundirán en su francés vergonzante que suena a catalán mal traducido por un valenciano mal pagado. Esto les pasa a la mayoría de los poetas y prosistas barceloneses del momento, excepción hecha, claro, de los que se han agarrado al catalán puro, como Gimferrer. Pero también les pasa o ha pasado a los españoles del exilio, que han acabado escribiendo un castellano costumbrista del año veinte, o un argentino mal asimilado de antes de Carlitos Gardel.

Se salva el escritor, en cualquier charca idiomática, y ahí están Cortázar, Onetti o García Márquez, Fernando del Paso o Haroldo Conti (que, por cierto, no está), haciendo una fusión de mil castellanos, como la hiciera Valle con los de España y América. La lengua, más que defenderla, hay que crearla cada día. ¿En qué catalán quieren encastillarse -de castillo, no de Castilla- los catalanes: en el de Maragall, en el de Tàpies, en el de d'Ors? El catalán no se para, porque está vivo, y ahora lo va a fecundar el castellano humilde, obrero, periférico y de mano de obra, que esa es otra: Jiménez Losantos, como republicano antimarxista, apenas nos da unos datos económicos del problema, pero los suficientes para que la cuestión quede mostrencamente clara una vez más: la burguesía reaccionaria catalana explota al obrero prerrevolucionario de otras regiones, mientras la intelectualidad progresista catalana impone su lengua a esos obreros.

La solución de este damero maldito no es original, pero es la de siempre: lucha de clases y no de lenguas.

Federico Jiménez Losantos, como español que busca la buena España de los comuneros, la Institución, el 98, Ortega y Azaña, se da contra el antiespañol por antonomasia, Juan Goytisolo, que ha hecho oficio del peregrinar y judaísmo del errar, y que a su vez cae en el repetido error de añorar una España mora, como si España no fuese suficientemente mora y como si en esta vida no se pudiera ser otra cosa que moro. Goytisolo, para mí, tiene un único defecto, que es el que no le señala Federico: el defecto de que su castellano no es lo que se dice fascinante. Siendo esto así, faltándole la virtud primera y única de gran artista de la escritura, todo lo demás, su jaleo entre moros y Gallimards, entre Francos y franceses, entre rojos y eurorrojos, a mí me tiene sin cuidado. Si tanto peregrinar, vivir, fumar, amar, desterrar, condenar, disentir y transubstanciar no le ha servido para tener ya, a estas alturas, una escritura espontáneamente rica y diversa, poblada y sugerente, es que no la va a tener nunca. A mí, los ejercicios de redacción a huevo me interesan poco.

Federico Jiménez Losantos cristaliza su España de siempre en Américo Castro y su España posible en Manuel Azaña. No ha podido elegir mejores leguarios para su caminata literari.a, que ahora empieza. Aparte batallas políticas que él no quiere reñir (y a mí me parece que hay que reñirlas), España es un individuo de cinco siglos que se está haciendo y deshaciendo siempre, y tan antiespañoles son los que la quieren de roca como los que la quieren en ruinas. Toda comunidad medianamente adulta y compleja está en transformación constante, en ese punto de luz y hormigueo en que coincide la intuición de Einstein con el análisis de Marx. Por eso Federico Jiménez se ha puesto en la buena vía de agua, en la más fluyente, en la que asume la España judía de don Américo y se proyecta al futuro en la España europea de don Manuel Azaña. Como consecuencia de esta elección, su ensayismo no es afrancesado, estructuralista, aséptico, traducido, sino espontáneo, ágil, literario, popular, agresivo, muy cerca de la prosa suelta y sabia del propio Américo Castro. Por fin, un ensayista que toma su riqueza de Gracián, su gracia de Torres Villarroel, su cultura de todas partes, su asertividad de Ortega, su combatividad de Quevedo y sus giros del cheli de ahora mismo.

Estoy aquí no porque crea que el castellano va a perecer esta noche en las garras del catalán, ni a la inversa, ni porque crea que Juan Goytisolo va a tomar Granada por sorpresa, mañana sobre las doce, al frente de una marcha verdepolisaria, ni porque espere que Ajoblanco y El Viejo Topo vayan a fundirse aquí en un abrazo de Vergara del que nazca, refundida, La Estafeta Literaria. Estoy aquí, sencillamente, para asistir al nacimiento de un extraordinario escritor español.

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