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El campo de las calaveras

Era un campo de reducidas dimensiones, del color de los huesos al sol, mezclado con el de los ladrillos viejos que a lo largo de galerías y escaleras asomaban sus lomos pardos como en alguna excavación romana. Calaveras no había. Nunca las tuvo sino en el recuerdo, en el mirar solemne de algún viejo insólito que contemplaba los partidos, más por el gusto de tomar el sol que por pura afición determinada, siempre provisto de un periódico con que salvar los fondillos de sus pantalones del polvo secular y el frío de las heladas.Del campo nada queda. Su público fantasmal y ramoniano quién sabe por dónde andará; a qué encuentros asistirá en algún limbo lejano; qué penaltis aplaudirá o protestará; con qué voces de ultratumba discutirá los errores o aciertos de los árbitros.

El campo era pequeño, pero tenía las justas proporciones adecuadas para empeños juveniles. Liso, llano, defendido del exterior por tapiales semiderruidos, llegó a convertirse en lugar de cita de adolescentes y muchachos, de colegiales o simplemente aficionados, que en él disputaban sus encuentros en los días de fiesta, siguiendo con rigor una a modo de liga particular, que encauzaba frustradas vocaciones.

Como ejércitos revolucionarios cada bando o equipo se vestía según su gusto y posibilidades. Pantalón, corto o largo, botas o los simples zapatos cotidianos servían para uniformar a aquella abigarrada tropa dispuesta a enfrentarse tras el sorteo previo, repleto de amenazas y discusiones.

Ese público al que nunca llegamos a conocer, dio nombre a este recinto singular y honra y fama deportiva al barrio residuo de un Madrid pueblo todavía. Las gradas, ante las que Ramón hubiera posado para portada de alguno de sus mejores libros, se hallaban horadadas por oscuras hileras de viviendas de un Madrid entre prehistórico y glacial, que extendía sus negras bocas, no demasiado amenazadoras, sino desocupadas; abiertas a cualquier inquilino de una ciudad en la que hallar una vivienda estable resultaba, ya entonces, problema mucho más pavoroso.

Desde aquellas interminables cuevas de ladrillo seguramente los muertos nos silbaban, aplaudían algún tosco regate, algún pase medido, nuestro jugar por los extremos, táctica en uso entonces, antes de la invasión foránea de complicados sistemas defensivos. De todos modos, nunca llegamos a escuchar los aplausos de aquellos hinchas invisibles, de aquella torcida del más allá, pues el campo en cuestión, el que nosotros llegamos a conocer y utilizar, ya no cumplía sus primitivas funciones. Los muertos se sacaron y tan sólo quedó de ellos su sombra dolorosa y el recuerdo vago de sus nombres. Así jugábamos sin demasiada aprensión, salvo cuando un despeje impetuoso o un pase mal medido metía el balón por alguno de aquellos angostos túneles y el culpable debía rescatarlo. Aunque, según sabemos, el paso del otro mundo a éste siempre resulta problemático, era imposible no sentir en el trance la oscura sensación de unas manos intentando arrastrarnos al interior para siempre. Abrirse paso a tientas, en la penumbra con olor a musgo y viejos crisantemos, llegaba a ser una experiencia emocionante de la que se salía a un tiempo honrado y satisfecho.

Y como todo en la vida tiene su final, aquel pequeño recinto deportivo murió, si es que tal cosa puede afirmarse de un hogar de muertos; fue borrado por el nuevo Madrid que empujaba cimientos y jardines, almas en pena y corazones vivos, más allá de la castiza glorieta de Quevedo. Se acabaron los partidos de día, y es de suponer que también tuvieron fin los de los inquilinos viejos. No fue preciso quitar lápidas ni cruces. No se alzaban allí pretenciosos panteones con los que perpetuar absurdas vanidades, más allá del umbral de la propia soberbia a la sombra de cipreses inmortales. Por no tener, no tuvo ni siquiera guardas. Fue un coliseo mesocrático sin servicio de flores ni advertencias sobre lo efímero de la vida grabadas en el arco de la puerta. Vino a ser algo así como un campo de deportes popular y fantástico en el que se practicaba el único al alcance de un barrio que paulatinamente cambiaba de perfil y piel en busca de un mayor nivel económico. En un Madrid lejos aún de polideportivos y maratones, con las primeras luces de la noche, volvíamos a casa arrastrando la modesta emoción de la tarde, cansados como el día, pendientes del porvenir incierto que a la vez adivinábamos y temíamos, cara a una nueva semana que con la noche del domingo entreabría sus puertas amenazadoras. Nuestro campo de hazañas deportivas iba quedando atrás, no pobre corral de muertos, que diría Unamuno, sino, por paradoja, rincón de vivos en un Madrid hostil al deporte, a lo largo de sus nichos misteriosos, generosos y amigos.

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