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"Hair" la utopía sin envés

Escribo con los sentidos saturados por Hair, película que acabo de ver en París. Desde el primer metro, secuestra al público y lo conduce con fuerza irresistible a la felicidad. Burger, el urdidor de tanta dicha, yace al final bajo una lápida entre las miles que erizan un cementerio de muertos en Vietnam. Alineadas a cordel, son la más perfecta formación militar que darse puede. Pero el patetismo de aquel enterramiento de héroes inútiles no logra enfriar la alegría de nadie, porque suceden a ese plano fugaz las secuencias multitudinarias de la manifestación contra la guerra en Asia, mientras retiembla el cine con el himno Let the sun shine in. La maestría de Milos Forman, el director, hace de la sala un pequeño Lincoln Memorial en el día aquel del airado júbilo.Parece que la película tiene poco que ver con el musical de origen, porque desarrolla un argumento de que antes carecía. Ha sido un acierto de los diseñadores haber dado a un producto ya exhausto (la reciente reposición de la opereta en Broadway resultó una catástrofe) atractivos nuevos para reactivar su consumo. Los hippies de Forman, convenientemente reciclados, apenas si muestran huellas de dos lustros de vejez: son un puro gozo. Así es que he salido de Hair alucinado, aligerado de gravedad y de años. Sin embargo, a dos pasos del local, cerca de la Sorbona, me he topado con unos hippies auténticos; habían extendido en la calle sus tenderetes de baratijas, alumbrados con luces de butano que degradaban aún más la mercancía. De la utopía a la historia había mediado un minuto.

De nuevo el mito de la Edad de Oro. Inflama a los hombres desde Hesíodo, pero nada se opone a que surgiera mucho antes, ya en el Paraíso. El movimiento hippie fue y aún es, una de sus últimas variantes.Todas ellas han competido, a lo largo de los siglos, contra el otro mito rival, el de la organización perfecta, que tiene sus cumbres antiguas en Platón y Tomás Moro. Tan enemigas son ambas ilusiones, que, en la tierra de Utopía, los lunáticos, los insolidarios, los vividores de su propia vida, servirían de esclavos a la humanidad sumisa. Con menos rigor, para los habitantes de la libertad a ultranza la esclavitud es condición que los otros aceptan para la eficiencia, y que únicamente merece risa o desdén.

Los hippies desdeñan o se burlan, pero no atacan. En una escena magistral de Hair, Burger baila, canta y patea sobre la mesa admirablemente dispuesta para un gran banquete, ante el asombro escandalizado de los tiesos y elegantes comensales. La Utopía de Moro brinda seguridad a cambio de libertad, e identifica la dicha con la eficacia y la igualdad; la del Siglo de Oro considera aborrecible cualquier bien que pueda obtenerse sacrificando un átomo de libertad. Los planificadores del bien común piensan en todos y a todos encuadran en sus ventajas. Los áureos dejan en paz a los demás, sólo piden que se les deje en paz, y se apartan en pequeñas comunas urbanas o en ínsulas remotas y cálidas. Así los hippies.

Es la suya una de las pocas utopías plenamente realizadas. Ignoro a qué capricho obedece Gilles Lapouge, cuando en un reciente libro, brillante y ligero como el surtidor de una bengala, los declara contraventores de la verdadera utopía. Son, por el contrario, los más tenaces y próximos ejemplares de un tipo de sociedad deliberadamente asumido, los ejecutores más consecuentes de un sueño sin frontera, para lo cual han derribado el último muro que cerraba el paso hacia el mito de la libertad: el ya carcomido de la moral tradicional. Y se han lanzado al pacifismo (desafiando los consejos de guerra), al amor (aunque sea homosexual), al gozo en plenitud (potenciado por las drogas), a la maravilla de ser sin estar en el tiempo.

Todo esto puede verse en Hair. Pero se produce ese contraste tozudo con los buhoneros de París y de todo el mundo. Ellos son la Edad de Oro efectivamente asumida y encarnada, mostrando a las claras las condiciones que han debido aceptar. No son otras que la frugalidad y la pobreza. Lucien Goldmann les atribuía el mérito de haber descubierto esa arma poderosa. No es así, porque la utopía de la libertad la incluye siempre como oferta preliminar: no hay que descubrirla. Por ello, cualquiera de sus modalidades, el hippismo, por ejemplo, espanta aunque seduzca. Muchos simpatizan con él, pero pocos se apuntan.

Europa entera vivió la fantasía renacentista de la Arcadia. Se basaba en el supuesto de una naturaleza siempre providente para los hombres. Y como el supuesto fallaba, sólo pudieron vivirla, en forma de anhelo, los humanistas; y a manera de juego, algunos pudientes, como aquellos falsos pastores que don Quijote y Sancho encuentran dispuestos a representar églogas de Garcilaso y Camoens. Se trata de un picnic organizado «por mucha gente principal y muchos hidalgos y ricos» de la aldea vecina. La utopía tuvo incluso sus manipuladores, que afirmaban envidiar a los pobres campesinos, porque vivían sin saberlo la esencia de la beatitud terrenal.

La utopía de la libertad se opone a la de la seguridad: es la utopía de la pobreza. A la que los hippies añaden otra condición decisiva: la de la juventud. Esa ilusión sólo puede realizarse con unos cuerpos apropiados y sanos. (¿No imponen aún otra condición?: ¿podría ser hippy un calvo?) Y ello implica que sólo funciona como lugar de paso; para el individuo, es puro estado de transición. Porque si persevera, todas las ventajas de la utopía se las arruinará la edad. El futuro del hippy es el clochard, de no abjurar antes. Por otra parte, esas comunidades necesitan de la sociedad que detestan, porque sin ella (en una sociedad planificada, por ejemplo) se extinguirían por consunción o por sanción. Sus colonias suelen ser parasitarias: han de vender algo -lo más inocuo es su quincalla callejera- para poder resistir.

En Hair los hippies son hermosos, cantan y bailan que es un puro prodigio, sus rostros refulgen, sucios, de simpatía e inteligencia... En ningún momento dice Forman al público de qué viven, si enferman, qué comen o dónde pare aquella moza angélica que aguarda a ver si su hijo nace blanco o mulato para atribuirle padre. En dos ocasiones necesitan cosas que no poseen: dinero para pagar fianza en el juzgado, pero lo aporta la madre de uno de ellos, una burguesa; y un automóvil para viajar lejos, pero allí está a su disposición el carro monumental de una simpatizante millonaria.

Eso es trampa, trampa burda, fácil de descubrir a pocos pasos de cualquier cine. Y es también, como mínimo, falta de respeto a esos profesos de la pobreza y del lacio o afro hair. Los cuales probablemente bailan con menos garbo; y, si cantan, no todos tendrán aquella voz enardecida de los rockeros de Forman. El famoso director checo maneja la utopía a su antojo para hacerla rentable a los enemigos de los hippies; y eso, fingiendo ser su hermano. Así procedían Feliciano de Silva y sus cofrades con el mito arcádico y con su anejo al caballeresco: en sus novelas, jamás se hacía «relación de que los caballeros andantes comiesen». Hubo de ser un genial desenmascarador -Maravall así lo encuadra en un libro memorable- quien hiciera sentir hambre a su héroe, hiriendo por deber un ideal que él mismo amaba.

Hair, por el contrario, explota. una ilusión milenaria. Si se ve la película sin pensarla, cautiva; si se piensa, indigna. Muestra la faz dorada de la utopía, y escamotea su dramatismo; la convierte en mera mostración de gracias, malicias y bondades. Parece exaltar el sueño áureo, y hace algo peor que combatirlo: falsearlo. No le da la vuelta al as de su baraja, y queda como si fuera una abstracción sin envés, sin cuerpo. Eso han hecho siempre los explotadores de sueños. Y si uno se niega a adentrarse tanto en los bosques de Arcadia como por las calles geométricas de Hippodamos, y si aspira a la seguridad con libertad, irrita el abuso de ésta para tergiversar a los muy respetables hippies, ascetas miserables y felices de una locura exigentísima.

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