"Holocausto" y los geranios
En el campo de exterminio de Belzec, por ejemplo, lo que los ojos de los no iniciados veían era simplemente el edificio de la «Fundación Hackenholdt», a la que se llegaba por una pequeña escalera en rampa de hierro forjado. A uno y otro lado del pasillo había tres habitaciones, de cinco por cinco metros y uno noventa de altura, como si fueran garajes. Pero todo estaba inundado de flores, de geranios especialmente. Sobre el techo brillaba una estrella de seis puntas de cobre -la estrella de David-, y en la gran avenida, de 150 metros, había únicamente una indicación perfectamente tranquilizadora: «Hacia los locales de inhalación y baños.» Se diría un lugar de descanso o un balneario, y sólo había un detalle significativo, pero del que también únicamente poseían la clave los que sabían: no había pájaros y sí muchas moscas. Otro pequeño detalle igualmente cabalístico o misterioso: la operación de baño y limpieza solía durar aquí treinta y dos minutos.Desde luego, cuando la «Fundación Hackenholdt» estaba en actividad, todo era menos tranquilo, y los SS, en brillante uniforme, asistidos por unos doscientos auxiliares ucranianos y bálticos, que eran llamados negros o askaris, gesticulaban y gritaban y se veían obligados a empuñar las fustas para arrear a todo aquel ganado que bajaba de los vagones de ferrocarril hacia las duchas; es decir, a hombres, mujeres y niños judíos hacia su liberación definitiva por la chimenea, convertidos en humo. A veces, los motores productores del gas no marchaban, y en uno de estos accidentes del diesel, verdaderamente lamentables, la muerte tardó en llegar para los concentrados en aquellos baños o duchas dos horas y cuarenta y nueve minutos exactamente. Kurt Gerstein, el espía de Dios, un hombre que quiso saber para testimoniar y bajó a este infierno, no dudando ni un solo minuto en vestir el mismo uniforme de las SS porque esta era la única puerta para entrar en ese infierno y «ver», cronometró la operación, reloj en mano, mientras oía cómo una joven y hermosa mujer le pedía ayuda o cómo los niños eran arrojados por los aires, y mientras rezaba en su interior una oración como la de Job.
Pero allí estaban también los técnicos, que, una vez terminada la operación o entre uno y otro turno de asfixia, se preguntaban: «¿Café solo o con leche?» Con la misma tranquilidad del deber cumplido de quien está en un laboratorio o en una oficina y busca en la cafetería un momento de relajación para proseguir la tarea. ¿Y quién podría decir que estos burócratas del diesel y de los baños en BeIzec no eran respetables ciudadanos, ejemplares esposos y padres de familia? Por lo menos, eran eficientísimos y competentísimos técnicos y, con frecuencia, gentes de una extremada cortesía e incluso seductoras: tal «herr doktor» (el doctor) que cruza por las páginas de El vicario, de Rolf Hochhuth, pero que el autor no se atreve a elaborar literariamente y prefiere presentar tal y como surge del informe de una de sus víctimas, la señora Salus: prometía un budín a los niños, instantes antes de introducirlos en la cámara de gas, o se interesaba por si los recién llegados se sentían cansados del viaje y, si así era, los hacía pasar inmediatamente al «baño». «La atmósfera a su alrededor era ligera, graciosa; contrastaba agradablemente con la fealdad brutal de cuanto nos rodeaba, calmaba nuestros nervios a flor de piel y daba al conjunto su significación... Completamente indiferentes, como si fueran los instrumentos de su dueño, sus hombres iban de izquierda a derecha. A veces, una muchacha no quería separarse de su madre, pero las palabras "mañana volverán ustedes a verse" la calmaban por completo.» Era «guapo y simpático», y los que le conocieron se preguntaban: «¿Es el diablo?» No, era simplemente un técnico, un especialista consumado que tiene seguidores.
Los inconformistas soviéticos que llegan, por ejemplo, a una clínica psiquiátrica son recibidos amablemente y se les tranquiliza sobre su estancia allí: simplemente van a ser curados de sus ideas extravagantes y reaccionarias, que han atrapado como otros atrapan un constipado. Los torturadores de tantos Estados tiránicos hacen su oficio escrupulosamente y quizá hasta sienten no poder mostrarse gentiles con los torturados; de ordinario no les odian, practican simplemente sobre ellos su arte de torturadores, y después de las experiencias de Stanley Migran, en 1974, en Estados Unidos, sabemos perfectamente que cualquiera de nosotros puede convertirse en un asesino. En la reunión que Amnesty International ha dedicado este mismo mes, en Ginebra, a estudiar esta cuestión de la tortura, la doctora Haritos Faturos ha explicado detalladamente cómo durante la dictadura griega se hacía de un buen muchacho de campo un excelente torturador, pero también cómo un químico, un médico o un psiquiatra pueden convertirse en un «herr doktor» que vigile la tortura, tranquilice a la víctima y la ayude a cosificarse. Y todo esto quiere decir una cosa sobre todo: que Holocausto se está preparando en una o en muchas partes, e incluso que se está llevando a cabo, que no es historia, sino una peste que puede enfermarnos; que basta para ello que no queramos «saber» o nos dediquemos a poner tiestos con geranios, es decir, cortinas de humo y justificación, cortesía y «comprensión» con la violencia. Es suficiente con que aceptemos la violencia y el horror, el aplastamiento del hombre, en suma, una sola vez para que ya cualquier honorable «Fundación Hackenholdt» pueda enrolarnos como honorables miembros y convertirnos en «el doctor». Ninguno de nosotros está libre del contagio.
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