Pablo Calvo: "«Marcelino, pan y vino» no era una película ideológica"
Desde el jueves pasado se puede ver en Madrid, otra vez, Marcelino pan y vino, la película que marcó nuestra infancia con aquel milagro inventado por José María Sánchez Silva. Marcelino, la historia de aquel Cristo y de aquel niño, pasó a formar parte de la educación sentimental de los niños de entonces, y fue un extraordinario éxito de taquilla. A Pablito Calvo le pagaron 6.000 pesetas, que ni en 1955 eran gran cosa. Pero a su familia, entonces en posición humilde, con la dificultad añadida de ser republicanos en la España de la victoria, les vinieron muy bien.
Luego, con Ladislao Vajda o sin él, haría más películas, según Juana, su mujer, mucho mejor pagadas. Mi tío Jacinto y Un ángel pasó por Brooklyn, Totó y Marcelino y Dos años de vacaciones fueron algunas de ellas. En todas, Pablito Calvo usaba el diminutivo que correspondía a su temprana edad, y ponía en escena a aquellos niños que eran la imagen de lo que teníamos que ser: traviesos sin pasarnos, buenos en el fondo, de alguna manera útiles. Niños instalados en aquellas imágenes un punto neorrealistas, algo sórdidas, irremediablemente paralelas a nuestra España. Hoy, Pablo Calvo tiene algo más de treinta años, está casado con Juana y tiene un hijo de seis meses. Desde que tiene uso de razón ha rechazado las ofertas cinematográficas porque, según Paco Panay, «como es antifranquista, no estaba de acuerdo con los proyectos que se le proponían». Ahora podría hacer cine, aunque no fuera rentable, si hay garantías de calidad. Y mientras, absolutamente ilocalizable, se dedica a sus negocios, relacionados con la construcción y con esa ingeniería industrial cuyos estudios abandonó a la mitad. «No me arrepiento de haber hecho esta película», dijo a EL PAIS Pablo Calvo, «porque para mí fue como un juego. Además no era especialmente ideológica ni comecocos. Y en aquel momento, creo que era un cuento para niños, bonito. Realmente la veo con nostalgia».Pero hay que volver al año 1955, cuando se estrenó Marcelino pan y vino. Su director, Ladislao Vajda, que más tarde haría muchas más películas de niños, había convocado un concurso para encontrar esa criaturita de seis años que encarnara el cuento de milagros que los niños españoles, recién salidos de las posguerras, necesitábamos.
Era una época -y hay que recordarlo- en que la religión hacía furor en España. Los jesuitas y los dominicos, cada uno por su lado, organizaban misiones públicas, ejercicios espirituales multitudinarios, comuniones y penitencias colectivas. La Virgen de Lourdes hacía milagros y era un centro de devoción. La Virgen de Fátima prometía la salvación de Rusia y acaso el fin del mundo para 1963 Los niños españoles teníamos mucho miedo a la hecatombe, y los mayores, también tenían miedo.
En la Iglesia católica predominaba el Dios Padre, barbado y furioso. Las historias que nos contaban hablaban de sus venganzas instantáneas por un mal pensamiento, de la muerte fulminante y el infierno para siempre - siempre -siempre por cualquier pecadillo realmente mortal. En medio de aquella España insospechadamente triste y austera, antes de la tele, antes también de la década del desarrollo, y en el justo momento del rosario en familia del padre Peyton, se estrenó aquel cuento algo trágico, aquella película algo poética, con un Cristo de madera que aportaba cierto sentido del humor rosado y dulce, y en la que el niño era malo, travieso, como nosotros.
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