El mal espíritu de Viena
ESTOS HOMBRES declinantes -Brejrlev, Carter- no han podido ofrecer en Viena más de lo que se esperaba: un espectáculo. «Fuimos incapaces de desarrollar un planteamiento común», ha dicho Carter al terminar. No es frecuente este tipo de declaración: más bien se procura una ambigüedad de comunicados, una diplomacia de frases, que envuelva el fracaso en un limbo de buenas voluntades. Es preciso comprender que, al exhibir esta incapacidad en los temas generales del mundo -la cuestión de las SALT II estaba ya perfectamente saldada y establecida-, Carter, sobre todo, hablaba a su propio Senado, con el que tiene que enfrentarse ahora mismo, a su regreso de Viena. El Senado conservador requiere, para ratificar este convenio de limitación de armas nucleares, que no haya ningún tipo de concesión a la URSS en cualquier otro aspecto.No deja de ser razonable: si el propio presidente Carter ha estado, durante los treinta meses de su presidencia, desarrollando una política de acusación permanente a la URSS y de manejar las situaciones internacionales en forma de enfrentamiento, que ha permitido el desarrollo de la teoría del cerco, no puede pretender ahora que el Senado acepte con facilidad una aproximación a la URSS. Ni puede imaginar que Brejnev pudiera aceptar con soltura la expulsión de su país en las negociaciones de Oriente Próximo y la realidad del golpe de la negociación entre Egipto-Israel-Estados Unidos, ni puede reconocer que la tesis del «arco de la crisis» -definición de Brzezinski- desde Africa hasta el océano Indico, hasta dentro de Asia, está provocada por movimientos de liberación y revolucionarismos que Moscú puede apaciguar. Entre otras cosas, porque no es verdad, y porque situaciones como la de Irán se le escapan ya de sus manos.
Brejnev ha hecho lo que ha podido por apoyar a Carter, en la idea de que el desgaste político del presidente de aquí a las próximas elecciones, en las circunstancias actuales, sólo puede llevar a la Casa Blanca a un político más conservador: quizá al propio general Haig, actual comandante supremo de la OTAN, que parece plantear ya sus aspiraciones a la candidatura y que lo hace desde presupuestos de fuerza: a partir de la idea de que Carter es débil y de que su política ha sido culpable de desmoronamientos tan graves para los intereses de Estados Unidos y del mundo occidental como la pérdida de Irán y la posible caída de América Central, a partir de Nicaragua.
No sólo hablaba al Senado de su país el presidente Carter: hablaba también a sus aliados europeos, inclinados hacia un conservadurismo con un fuerte tinte antisoviético en política exterior como anticomunista en política interior: los nuevos aliados que pueden ser ahora Margaret Thatcher en Gran Bretaña o Clark en Canadá, o el Gobierno que se constituya en Italia, que, en cualquier caso, va a explotar las elecciones como un referéndum contra el compromiso histórico; o la casi segura victoria de la Democracia Cristiana en la República Federal de Alemania, a juzgar por los resultados de las elecciones celebradas para el Parlamento Europeo en ese país.
Carter tiene, por tanto, un interés decidido en que salgan adelante las conversaciones SALT en el Senado -y es posible- y en mantenerse al mismo tiempo dentro de la órbita conservadora a la que se está inclinando su país y todo el mundo occidental, como consecuencia de la gran crisis energética y de materias primas, que fuerza a un enfrentamiento con el Tercer Mundo.
Fuera de este aspecto negativo calculado, o del espectáculo que constituye la conferencia -coronado con los sonoros besos finales entre Brejnev y Carter, que seguramente este último tendrá que pagar caros en caricaturas, editoriales, comentarios humorísticos y alguna indignación espectacular de los medios más fuertemente antisoviéticos-, queda el saldo positivo de la firma de los tratados. No son desfavorables, en general, para ambas partes. Carter seguirá ofreciendo al complejo iniflitar industrial la remuneradora fabricación de nuevas armas -como los misiles MX, de diez cabezas nucleares-, y Brejnev, algún ahorro a sus presupuestos. Para la seguridad del mundo, estos acuerdos son absolutamente indiferentes. La capacidad de sobrematar (overkill) y la capacidad de destruir el mundo numerosas veces, si ello fuera posible, sigue estando en presencia y en potencia en los dos arsenales. La paz del mundo no se consigue reduciendo el número de armas nucleares, ni siquiera convencionales -eso no es más que un problema económico y estratégico para los países implicados-, sino eliminando las razones de entrar en guerra. A juzgar por las declaraciones y por las indiscreciones -sin duda, calculadas-, esto es lo que no se ha conseguido en Viena. Si de la histórica entrevista en esa misma ciudad entre Kennedy y Kruschev pudo hablarse con esperanza del espíritu de Viena, puede ahora decirse de esta entrevista que es un mal espíritu, un mal fantasma.
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