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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

¿Quién paga las deudas municipales?

LA REUNION celebrada anteayer en Valencia por veinte alcaldes que representan las necesidades de cerca de doce millones de españoles y las entrevistas mantenidas ayer por una delegación más restringida de ese colectivo con el presidente del Congreso y el presidente del Gobierno no pueden ser despachadas como una noticia más de las muchas que dan cuenta de las exigencias de fondos públicos para satisfacer reivindicaciones de instituciones o grupos sociales. Se trata, nada más y nada menos, que de una prueba para saber si ese modelo de sociedad que UCD propuso a los ciudadanos durante su campaña electoral era un proyecto real y sinceramente defendido o un simple reclamo electoral.Aunque las referencias al pasado comienzan a sonar con excesiva frecuencia como eximente incondicional para borrar cualquier tipo de responsabilidad respecto a las incapacidades para afrontar los problemas del presente, es inevitable hacer la historia de las cuatro décadas que nos preceden para entender la situación de quiebra en que se encuentran los ayuntamientos, que, desde mediados de abril, han pasado a ser regidos por alcaldes y concejales designados por elección popular. Bajo el franquismo existía un continuo entre la Administración central y la Administración local, entre los diversos órganos del Gobierno y las entidades provinciales y municipales, que despojaba de cualquier significado que no fuera formal la asignación de fondos a los presupuestos locales. El municipio no sólo no servía para expresar las necesidades de la base social y elevarlas hasta los centros de decisión gubernamentales, sino que desempeñaba la función auxiliar y delegada de transmitir hacia abajo las órdenes dictadas desde el pináculo del poder. Los alcaldes designados eran, así, gobernadores civiles en miniatura dentro del ámbito municipal y simples delegados de la Administración central ante los vecinos. No dejaba de ser lógico que esa confusión de esferas y competencias se hiciera también extensiva al campo presupuestario. Los monstruosos déficit de los ayuntamientos, especialmente los de las grandes ciudades, eran simples asientos de orden dentro de un presupuesto tan unificado como el sistema autoritario al que financiaba.

El retraso en la convocatoria de elecciones municipales introdujo en el nuevo régimen democrático, más allá del tiempo inexcusable para su reforma, ese disfuncional resto del pasado. Que el Estado se haga cargo de las deudas de los ayuntamientos franquistas es una simple exigencia de sentido común. Si la Administración central quiso, durante el pasado, privar de autonomía financiera a la Administración local, entre otras cosas porque ésta sólo era un apéndice obediente de sus decisiones, no seria honesto que los nuevos ayuntamientos democráticos tuvieran que pagar la factura de tales desórdenes.

Para el inmediato futuro, y una vez que el verdadero moroso pague sus deudas, queda la ardua tarea de poner en pie un régimen hacendístico municipal capaz de sufragar, de manera autosuficiente, los gastos de los ayuntamientos democráticos. En un comentario editorial publicado hace tres meses, señalábamos la indigencia de la Administración local para hacer frente a las necesidades municipales. Los gastos de las corporaciones locales españolas apenas llegan al 3% del producto interior bruto, aproximadamente la cuarta parte del porcentaje medio europeo. Mientras en las naciones vecinas esos gastos representan un 30% del gasto público total (incluida la Seguridad Social), en nuestro país oscilan alrededor del 10%. Y, entre tanto, la oferta de servicios educacionales, sanitarios y asistenciales es trágicamente insatisfactoria, las oportunidades para el descanso, la cultura y el deporte son deficientes, la vivienda es cara y escasa y el medio ambiente se deteriora: precisamente los campos donde los municipios están llamados a desempeñar un papel privilegiado y destacado como suministradores de bienes y servicios.

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Es necesario, así pues, articular un sistema de haciendas locales que puedan hacer frente, no sólo, a los actuales gastos, sino a la creciente demanda de equipamientos colectivos y de bienes culturales que nuestra sociedad exige y que sólo los ayuntamientos, por su cercanía al ciudadano corriente, podrán suministrar con eficacia. El Estado está obligado a pagar las deudas del pasado, que los actuales ayuntamientos sólo pueden heredar a beneficio de inventario. Y deberá, en el futuro, ceder el espacio fiscal suficiente, a fin de que los impuestos municipales tengan cabida sin agobio para los contribuyentes, y transferir a los ayuntamientos una serie de gastos que hoy canalizan los Ministerios de Obras Públicas, de Sanidad y de Cultura.

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