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¿En qué quedamos?

La discusión por las Cortes del estatuto de los trabajadores, compendio de legislación laboral que habrá de afectar a la totalidad de la población activa de nuestro país, es posiblemente una de las tareas más importantes y trascendentales que tiene empeñada la presente legislatura parlamentaria. Sin embargo, desde el Gobierno a los sindicatos, pasando por el ciudadano de a pie, al que definitivamente le afectará el texto legal ahora en proyecto, parecen ignorar su trascendencia, y desde sus respectivas posiciones se adoptan posturas, cuando menos, inconsecuentes en la práctica con lo que a nivel dialéctico se expone.Si el Gobierno hace un proyecto de estatuto que trata de constituir el epitafio del paternalismo en las relaciones laborales y consagra el abandono de un intervencionismo que suplía la ausencia de libertades colectivas con la defensa de unos derechos individuales generadores de agravios comparativos, no se explica que en su elaboración se haya despreciado la opinión de las partes afectadas.

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Cómo se va a abandonar una práctica que se consolida con la política de cada día. A qué viene, pues, convocar ahora a las partes, a toro pasado, a unas jornadas de reflexión que, además de inoportunas en el tiempo, se prestan a confundir más aún a la opinión pública, desencantada ya con el último intento de Abril Martorell.

El olímpico desprecio del Gobierno, a la hora de gobernar, hacia sus gobernados -poco justificable siempre y especialmente si se atiende a su respaldo parlamentario, en precaria mayoría, dependiente de los coaligados de Fraga Iribarne- tan sólo tiene parangón con el camaleónico comportamiento sindical.

Concretamente, en esta ocasión, mientras UGT se piensa su disposición a una cierta negociación con la patronal, Comisiones Obreras, que tantas veces ha clamado por unas relaciones laborales libres entre las partes por ellas afectadas, se niega ahora al encuentro con la patronal y quiere negociar sólo con el Gobierno.

Si lo que se busca es un nuevo pacto de la Moncloa, que permita a los comunistas un cierto equilibrio político con otras fuerzas de oposición, interesa dejarlo claro.

Ante posturas tan ambiguas, que son tanto más peligrosas cuanto más importante es el tema tras el que se ocultan los auténticos intereses en juego, tan sólo cabe un cierto escepticismo.

No conviene abusar del paciente desencanto en que posturas tan ambiguas están sumiendo al español de a pie. Si el Gobierno quiere consenso, por qué no lo intenta en serio; si los sindicatos quieren defender los intereses laborales de sus afiliados, para qué involucrarlos en aspectos políticos. Es decir, ¿en qué quedamos?

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