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Los vascos: opciones negociables

Bajo el título desesperado de «Queda poca opción negociable», ha publicado un periodista a quien hemos admirado mucho, Luis Apostua, en el diario Ya, un artículo dedicado al tema de la política vasca.Tomando motivo de las declaraciones del ministro del Interior, señor Ibáñez Freire, merecedoras de aplauso en este punto, de que no se delegará en el Ejército el orden público en las provincias vascas, examina Apostua las perspectivas del espinoso problema que nos agobia y que en estos días ha alcanzado uno de los puntos más trágicos.

Apostua parece representar la actitud que desgraciadamente se va extendiendo, que, desesperada ante la irracional violencia de los extremistas de ETA, aceptarían «la independencia de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya, más la anexión de Navarra».

Si el fundamento de la independencia y de las fronteras lo constituye la nacionalidad, algo tan preciso como la lengua y tan poco científico como la «raza», es evidente que parte de Vizcaya, toda Alava y buena parte de Navarra no pueden ser equiparados con Guipúzcoa y la parte de Vizcaya de lengua euskera. La lengua vasca es probable que se extinguiera hace miles de años al oeste de Bilbao, y la ciudad de Vitoria conserva en su nombre latino el recuerdo de una fundación de Leovigildo. En cuanto al histórico reino de Navarra, no es vasco al sur de Pamplona, y en la Ribera no hay recuerdo histórico del vasco.

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Se calculan en 600.000 los hablantes del euskera, de ellos la sexta parte al norte del Bidasoa y los Pirineos. El censo total de las cuatro provincias citadas es mucho mayor. Esto quiere decir que en su territorio hay mucha gente que no habla vasco y que hay regiones enteras donde, si se habló, no hay recuerdo cercano de él.

La emigración de gentes de otras regiones ha obligado aun a los más extremados separatistas a dar marcha atrás en el racismo de Sabino Arana, que pronunciaba maqueto con un sentido de discriminación social y racial contra el asalariado que introducía en el supuesto idilio vasco la lucha de clases. Esa discriminación es rechazada expresamente en el libro de historia de uno de los diputados de Herri Batasuna, y en la propaganda del Euzkadi Sozialista han acudido, y con éxito, a las masas de los maquetos.

Sólo el nerviosismo en que vivimos puede explicar que periodista tan competente como Apostua pueda atribuir tan remotas raíces al independentismo vasco. A ese supuesto «fermento independentista» del país atribuye Apostua nada menos que cuatro guerras con los vascos, las cuales terminaron, dice él, y a costa de sacrificios, con la victoria de «la tesis de la unidad de España».

¿Cuatro guerras por la unidad de España? Las guerras carlistas fueron tres. La segunda no llegó a guerra, y se redujo a la aventura de San Carlos de la Rápita, escenario no vasco, sino catalán, y a orillas de nuestro río nacional el Ebro. En cuanto a la primera y tercera guerras carlistas, cierto que uno de los componentes fue la tradición vasca, que entonces se levantó con la bandera de los fueros. Pero los combatientes vascos y navarros, como los catalanes y castellanos, lo que querían no era separarse, sino llevar a su rey a Madrid. Las guerras carlistas terminaron como victorias liberales y victorias del presente sobre el pasado, pero no como victorias de la unidad. Sí, es cierto que los políticos de Madrid se aprovecharon de las dos victorias para recortar y destruir los Fueros vascos (como antes la «unidad de España» había acabado con las tradiciones y libertades de catalanes, aragoneses, castellanos y demás). Y de los resquemores de esa supresión de los Fueros nacería, precisamente entre carlistas y católicos, el nacionalismo vasco, del que arranca el extremismo abertzale actual.

Y la cuarta guerra, para decir que consiguió la unidad de España, hay que tomar entera la tesis franquista. Los estatutos, que ahora se busca rehacer, fueron fórmulas de convivencia, y, sin duda, que la radicalización en las provincias vascongadas se hubiera evitado con mayor agilidad en este punto. Desde disparates como la intervención de las autoridades y Fuerzas de Orden Público en el triste San Fermín de Pamplona y en los subsiguientes acontecimientos de San Sebastián, Rentería, etcétera, hasta las abogadescas habilidades con que ciertos conspicuos diputados de UCD consiguieron borrar de las disposiciones adicionales de la nueva Constitución la romántica abolición de la ley que suprimió los antiguos Fueros. Lo que costó nada menos que el sí de los nacionalistas vascos a la Constitución.

Pero dejemos esto: lo importante es que la campaña de 1936-1937 en Guipúzcoa y Vizcaya no restableció una unidad nacional que se hubiera roto. Los vascos del Gobierno de Euskadi tomaron parte en Gobiernos republicanos, y los exiliados compartieron la suerte de todos los españoles derrotados. Otra vez la «unidad» restablecida por Franco era un centralismo ciego, que lo que hizo fue precisamente incubar la actual situación.

Por eso quedan, y quedarán siempre, opciones negociables, querido Apostua. Usted lleva en su apellido vasco una palabra latina o románica vasquizada, y por ahí se ve que la operación quirúrgica de cortar entre vascos y romanzados, por la frontera invisible de lengua y raza, es cosa sangrienta y que no se puede hacer. El Gobierno, los políticos, las Cortes, tienen que inventar todas las opciones, tienen que negociarlas, con diligencia, buena fe e inteligencia.

Se trata de salvar unas provincias importantísimas, se trata de no oponer la tradición vasca, la de la lengua originaria y primitiva que ha sobrevivido, a la de los otros españoles que hablamos, como decían los antiguos eruditos vascos cuando se polemizaba sobre esto, «lenguas advenedizas», formas, en definitiva, modernas del latín que trajeron los romanos.

Hay mucho que negociar, porque nos va mucho en ello a todos, hay que buscar opciones para no entregar a todos los vascos a esos extremistas que actúan con ciego terrorismo. ¿Por dónde se podría cortar una frontera? ¿La de la lengua? ¿La historia? ¿Los límites arbitrarlos de reinos y provincias? La lengua vasca se habló en Aragón y en Cataluña, y en Burgos, y en la Rioja, y la sangre se ha mezclado en milenios de convivencia.

La cosa no es fácil, pero uno de los patriarcas de la cultura vasca, el jesuita Manuel de Larramendi, nos ha dado una clave. En su descripción de Guipúzcoa dice lo siguiente: «El genio del guipuzcoano es sabido, como el del vizcaíno. Del guipuzcoano, de bien a bien, se logrará todo, pero por mal nada se logrará, porque se emperra y obstina ... »

Nada, pues, de restablecer la unidad de España al modo de Cánovas o de Franco. Tratemos el asunto, sin cansarnos, «de bien a bien», como recomendaba Larramendi al trazar la psicología de sus paisanos.

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