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Reportaje:

El auge de la venta ambulante, entre la piratería y el desempleo

El momento estelar de la kasbah madrileña solía coincidir con el mes de febrero, cuando muchos ciudadanos eventuales, es decir, varios miles de seres excedentes que iban de feria en feria acompañando a los tiovivos como los gavilanes acompañan a las golondrinas, volvían a Madrid, una vez cumplido su ciclo migratorio. El día del regreso apenas si era advertido por los ciudadanos esquineros: sólo las floristas, las cerilleras y los serenos distinguían un indefinible aumento de la actividad en las aceras; sólo los vendedores de cupones percibían la vibración suplementaria que llegaba con aquellos tipos cansados y somnolientos, que venían a establecerse temporalmente en Madrid desde las verbenas de provincias y el santoral.Ahora, la kasbah empieza en Julio, en Julio Gallego, y parece tener los días contados.

La O con un canuto

Julio Gallego, que es el vendedor-ambulante-medio, mantiene el primero de los tenderetes de una larga fila que parte de la red de San Luis y no termina nunca. Hoy vende reglas mágicas; juegos de plantillas y ruedas dentadas de plexiglás. Cada rueda está provista de un orificio por el que cabe exactamente la punta de un bolígrafo: basta apoyar la plantilla en el papel, la rueda en la plantilla y el bolígrafo en la rueda y provocar un movimiento giratorio para dibujar toda clase de cenefas, rizos y molinetes: al cabo de los años, el inventor de sus productos ha descubierto un nuevo modo de hacer la O con un canuto. Julio está más allá de San Fermín, de San Isidro, de don Enrique Tierno y de don Juan de Arespacochaga: vende reglas en la Gran Vía, pero ha vendido vino amontillado en Sevilla, libros de poemas en Salamanca, monos de papel prensado en Badajoz, madrugadas en Pamplona y resacas en Bilbao. Lo suyo no ha sido una picaresca condenable: él siempre ha tenido un argumento para conseguir un duro, corno los buenos autores. Lo de menos han sido las hojas de afeitar, las medallas de oro alemán y los lotes de ocasión que agrupaban objetos tan heterogéneos como peines de carey, medías de cristal y tímidos elixires de la virilidad; lo de más era él, que ponía una letra agradable a la música de sus grandes ofertas. Sin embargo, según parece, Julio Gallego está en trance de extinción.Como él dice, «hay que distinguir a un pirata de un honrado corsario; los piratas han entrado al abordaje en todas partes, y nosotros, los ambulantes que nos conformamos con unas pocas monedas, estarnos cada vez en mayor peligro». Cuando habla de piratas, Julio piensa en los competidores réprobos, pero, sobre todo, en algunos contratistas de mano de obra, que podrían calificarse corno «mercaderes ambulantes del desempleo»; compran y venden horas extras a buen precio. Se les reconoce con facilidad, aunque son unos sujetos de porte desigual. Presentan rasgos comunes: visten trajes seminuevos, dicen cosas seminuevas y tienen caras serninuevas; se gastan el dinero justo en el tinte, en periódicos y en brillantina. Se mueven por zonas sobrecargadas de paseantes. convencidos de que tras un paseante cabizbajo hay, un posible desempleado. Si encuentran a la víctima, le ofrecen «tarea en una obra. Poco dinero, tío, pero ya sabes cómo está la vida. ¿Seguridad Social? ¿Para qué la quieres, si sólo hay tajo para cinco días?» Los piratas, que dice Julio, son los pistoleros, que decía un gitano del paseo de Juan XXIII. Vienen de un circuito de bares de barrio, y recalan en Preciados y en Callao. A pesar de la confusión, se diferencian de la muchedumbre porque caminan más despacio que ella, miran detenidamente a todas partes, fuerzan a los peatones a dar un rodeo y están siempre vigilantes. «Apestan a bodega», asegura Julio. Y hace un volatín con el bolígrafo.

Embotellador de barcos

Por una comprensible asociacíón de ideas, Julio vuelve la cabeza hacia Antonio González Ramos, un madrileño de treinta años que ha puesto el tenderete junto a la calle de Valverde. Desde hace un año vende barcos embotellados, al precio de novecientas pesetas. Despacha indistintamente carabelas, fragatas y bergantines sin recargar los de más calado. Tarda un día en construir un barco en su astillero-buhardilla de La Latina. No sabe mucho de gavias y trinquetes, a pesar de lo cual sus velas se izan puntualmente cuando, al final de una larga pelea con los palillos, tira del último hilo desde el gollete. Antonio no presume de artesano: «Paso de la artesanía: si no fabrico en serie, no gano para comer. Antes trabajaba para coleecionistas; ahora trabajo para antojadizos. Novecientas pesetas por jornada laboral tampoco es mucho, ¿no?» Es un armador rubio con una vieja inclinación hacia las miniaturas; nunca se casará con Jacqueline Onassis; sin embargo, a veces sonríe y se atreve a asegurar que la suya es la única armada invencible, «porque está a salvo de las tormentas, ¿no?» Llueve de pronto sobre Puertogonzález.

Oasis en Concepción Jerónima

Cubre Pilar Fernández el puesto de frutos secos «para evitar que se revengan las almendras garapiñadas con el agua que cae». Expone exactamente trece variedades de semillas aromáticas, si se cuentan los dátiles, el maní y los torraos. Desde que su marido perdió el empleo por una enfermedad crónica, ella hace las veces de Seguro de Desempleo.Está en duda si Pilar es una vendedora independiente o si pertenece a una cadena: casi nadie se atreve a denunciar que en la kasbah de Madrid se han establecido dos compañías multiprovinciales, en ausencia de las multinacionales, la de los frutos secos y la de los libros. Julio Gallego, que está de vuelta en todas las ferias, lo sabe hace mucho tiempo. «Todo el negocio de los frutos secos está en manos de un vendedor de bocadillos de jamón, queso y chorizo. Tiene un almacén con la mercancía y con los puestos desmontables, emplea a gente necesitada y percibe un incalculable margen de beneficio. El asunto de los libros es peor. Un gran número de puestos de venta es propiedad exclusiva de un argentino que ha montado lo que podría calificarse como negocio cerrado: vende libros prohibidos por Videla y Pinochet con el doble reclamo de los títulos y de la clandestinidad de los textos. Disfruta de varios privilegios: tiene una clientela iberoamericana fija; emplea, a cambio de un salario bajísimo, a argentinos que pasan por una mala situación, y no está sujeto a cargas fiscales, como un comerciante convencional.»

Las grandes compañías

En pocos meses, el mundo portátil de los tenderetes, cuyos tipos podrían reducirse a Julio, a Antonio, a Pilar y a las dos cadenas, ha desarrollado, corno una civilízación paralela, los vicios y las virtudes del mundo inmueble de los comerciantes en él. Las grandes compañías arrinconan inconteniblemente a los pequeños mercaderes. Luis Núñez, que vende tablillas chinas de viernes a domingo; Juan Diéguez Pascual, que ofrece a la muchedumbre la oportunidad «de pintar, por diez duros, un cuadro con ayuda de una centrifugadora, como sí fabricasen algodón de azúcar», o el ex hippy Felipe Remón, que censuraba la sociedad de consumo y suspira por poner una tienda de abalorios, tampoco podrán competir en las aceras con los trusts de las finanzas. Sea como fuere, todos parecen estar en sus últimos días. Seguirán luchando por un buen sitio en la acera, y esperando el momento en que los guardias digan: «Se acabó», y les devuelvan a los números rojos del calendario y a la ribera de Curtidores.A pequeños ghettos del tiempo y del espacio.

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