El lenguaje
El arma más terrible que posee el hombre es el lenguaje. Está tan indefenso ante la seducción de las palabras y de los eslóganes como ante una enfermedad infecciosa, ha escrito Arthur Koestler en su último y reciente libro Janus, obra admirable que contiene un prólogo de veinte páginas preñadas de ideas brillantes y originales.El lenguaje sería el factor principal de nuestra superioridad sobre los demás animales, pero es, a causa de su terrible potencia emotiva, una constante amenaza para nuestra supervivencia. El individuo no es asesino, es el grupo el que lo es; cuando se identifica con éste, el individuo se convierte en asesino. Esa dialéctica infernal se refleja en la guerra, en la persecución, en el terrorismo, en el genocidio; y el principal catalizador de esa transformación del individuo en homicida por culpa del grupo es el poder hipnótico del lenguaje. Las palabras de Hitler han sido los más poderosos agentes de destrucción de su época. Sin palabras, sin lenguaje, no habría poesía, pero tampoco habría guerra.
El hombre es prácticamente el único animal que carece de frenos instintivos para no matar a sus semejantes. La ley de la jungla no conoce más razón legítima de matar que la necesidad de comer y, para que así sea, aún es preciso que atacante y presa pertenezcan a especies diferentes. En cada reino animal los conflictos o competiciones entre individuos se arreglan por comportamientos simbólicos de amenazas o por combates rituales que acaban con la huida o la sumisión de uno de los adversarios. Existen, en la mayoría de animales, incluidos los primates, unos tabúes instintivos que impiden matar o herir gravemente a sus congéneres; y esas fuerzas inhibidoras son más poderosas todavía que las pulsiones del hambre, el sexo o el miedo. Dejando aparte ciertos fenómenos discutidos y discutibles en las ratas y en las hormigas, tan sólo el hombre practica la matanza entre la misma especie a escala individual y colectiva de manera espontánea u organizada, por motivaciones que van desde los celos sexuales a las querellas sobre puntos de doctrina metafísica. La guerra permanente entre la misma especie es una característica crucial y exclusiva de la condición humana que está, además, acrecentada por la tortura en sus innumerables formas.
Recientes observaciones efectuadas en Japón sobre sociedades de monos muestran que diferentes grupos de una misma especie pueden adquirir hábitos sorprendentemente diferentes, culturas -si es lícito emplear esta palabra- distintas. Algunos grupos de estos monos japoneses lavan las patatas en el río antes de comérselas; otros no necesitan de tales remilgos. En el curso de alguna migración, cuando se encuentran los grupos de los lava-patatas o los come-patatas-sin lavar, se observan, estupefactos, los unos a los otros. Pero los monos más escrupulosos no declaran la guerra a, los otros, pues esos pobres animales no tienen un lenguaje que les permita asimilar la limpieza de la patata a un mandato de Dios y la absorción de patatas no lavadas no se convierte en una herejía abominable, asegura Koestler desde ese libro, Janus, que él mismo ha llamado «acto de fe de un agnóstico».
Es claro, prosigue el autor, que el mejor medio para abolir la guerra sería abolir el lenguaje. Un perro san bernardo y un caniche, a pesar de sus diferencias, se comprenden sin necesidad de intérprete mucho mejor que dos jefes de Estado o de Gobierno. El homo sapiens se dispersa y explota en 3.000 grupos linguísticos. Cada lengua y cada dialecto sirve de fuerza de cohesión para el grupo que los emplea, pero de división para los otros. Eso mismo es una de las razones por las que, en nuestra historia, las fuerzas de ruptura son más poderosas que las fuerzas de cohesión. Poseemos satélites de comunicación capaces de enviar mensajes a la totalidad de la población del Globo, pero no tenemos una lengua que haga comprensible universalmente dichos mensajes. Podemos ir a la Luna, pero casi es imposible ir a Berlín Este.
Parece raro, opina A. K., que, si exceptuamos a un puñado de esforzados esperantistas, nadie haya descubierto en las instituciones internacionales, como la UNESCO, que el medio más simple de promover la comprensión entre los hombres sería promover una lengua que todo el mundo comprendiera.
Mientras el deseo de Koestler no se cumpla, lo que va para largo -si es que va-, debiéramos revisar nuestro lenguaje cada día más oscuro si no pretendemos seguir el famoso consejo que daba D'Ors a quien le enseñaba un escrito: «Oscurézcalo usted.» Parece que casi todo el mundo, hoy, se empeña en hacerlo así. ¿No será por miedo a la claridad, por temor a que ésta transparente el vacío de pensamiento, la carencia de ideas? ¿O se tratará, tal vez, en muchas ocasiones, de un delicado eafemismo para quitar dramatismo a lo que es muy dramático?
Sea por las causas que fuere lo cierto es que de ello resultan una penosa atrofia de la escritura, una lamentable degradación del lenguaje y también unos discursos pretenciosos y huecos. Ahora ya no se vive en la ciudad o en el campo, sino en un «medio urbano o rural». Cuando nos dicen que existe una «tendencia al alza» debemos entender que algo ha subido, igual que con la pedante expresión «reajuste de precios». La migración se convierte en «movimientos migratorios», el despido es «flexibilización de plantillas», nadie es de izquierdas o de derechas, sino que está situado a la izquierda o a la derecha, y de los viejos se dice que han entrado en la tercera edad. Cual quier respuesta se empieza con el dichoso «Yo diría ... » ¡Pues dígalo usted ya de una vez, caramba, y si tiene miedo a comprometerse, cállese! Todo es «a nivel de» y cualquier estupidez se valora positivamente. La gestión colectiva «a nivel de las empresas» no es más que la gestión colectiva en las empresas, y valorar positivamente cualquier cosa es una horterada gramatical. Explique usted cuál es el contenido, el análisis de la situación, los pros y los contras, y déjese de valorar positivamente sin aducir razones. En algún lugar he contado que, al llegarme la noticia de unos graves incidentes ocurridos en determinada ciudad, llamé por teléfono a la redacción de un periódico amigo inquiriendo datos. Me respondieron: «Acabamos de hablar con nuestro corresponsal y nos dice que el gobernador valora muy positivamente lo ocurrido.» El lamentable suceso había cos tado ocho o nueve víctimas, entre muertos y heridos. Pensé, con escalofríos en la columna vertebral, lo que debería haber sucedido para que la valoración no fuera positiva...
Ese ridículo oscurecimiento del lenguaje «a nivel de desestabilización» no es exclusivamente español. Alfred Sauvy se ha quejado también del deterioro del lenguaje en Francia, y en su libro recientemente publicado, Le coq, Pautruche et le bouc... émissaire, muestra gran cantidad de ejemplos que coinciden, muchas veces, con los nuestros. Sauvy se indigna de que se llame «interrupción voluntaria del embarazo» al aborto. «Interrumpir es la acción de interrumpir, es romper la continuidad de una cosa», dice el autor francés. «El embarazo no es interrumpido; es suprimido, terminado, acabado.» Y se queja también, con razón, de que se llama ridículamente al aborto «procedimiento contraceptivo», pues no es eso, sino una práctica antinatal, un impedimento de nacimiento. Método contraceptivo es la píldora, no el aborto.
Culpa Sauvy a los profesores de colegio, y un poco también a los jefes de redacción de los periódicos, de la falta de claridad en el lenguaje y del insoportable énfasis en la escritura. Según él, el profesor piensa que el trabajo que le entrega el alumno es mediocre, pero que ha hecho un esfuerzo para llenar cuatro páginas; y le da una buena nota. Y la situación en los periódicos es, para Alfred Sauvy, análoga. La condensación no paga, y la síntesis tampoco es apreciada por el lector, que quiere más cantidad por el mismo precio, como si se tratara de kilogramos de carne de buey.
Desgraciadamente no existen clínicas de lenguaje, y pocos son los que saben escribir. Entre nosotros, Ramón Carnicer publicaba hace algunos años en La Vanguardia unos deliciosos y esclarecedores artículos sobre el tema; pero últimamente está callado. Quedan nada más algunos pedantes profesores que dan, a trancas y barrancas y muy de tarde en tarde, algunas soporíferas lecciones que nadie escucha. Al fin y al cabo, suelen llamarse profesores aquellos que son ya incapaces de aprender.
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