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La apoteosis de la mediocridad

Profesores no numerarios de UniversidadHablar de lo que ha dado en llamarse la crisis de la Universidad está dejando de ser una nota distintiva de los espíritus humanistas, profundamente liberales, y preocupados por la sociedad que les rodea, para pasar a convertirse, lisa y llanamente, en una vulgaridad o, si se prefiere, en un anacronismo. En tanto que género literario, no puede decirse que su presente sea brillante, y su futuro no lleva trazas de ser mejor que el de la institución de que se ocupa. En cualquier caso, los autores de estas líneas no pretenden infundirle savia nueva, ni siquiera cultivar la generalidad con mayor o menor fortuna, sino hacer algunos comentarios concretos de una situación concreta.

Esta situación concreta es, naturalmente, la muy confusa de la universidad española de hoy, sobre todo después de las recientes disposiciones habilitando a los catedráticos de instituto para ocupar adjuntías en los colegios universitarios y convocando oposiciones de agregadurías de universidad restringidas a los adjuntos numerarios de universidad y a los catedráticos de escuelas universitarias y de bachillerato que sean doctores. Quizá convenga precisar que dichas disposiciones no son obra del señor González Seara, sino del antiguo ministro de Educación, señor Cavero: son lo que se llama, en el rico y expresivo argot de nuestros incomparables cambios de Gobierno, la herencia. No parece que pueda alabarse la más que dudosa elegancia del señor Cavero al dictar, en los últimos instantes de su mandato, una disposición entre cuyos potenciales beneficiarios figura él mismo. Pero esta circunstancia, al fin y al cabo anecdótica, no agota ciertamente la cuestión; es más, no aclara nada o casi nada. Vayamos a las fuentes, al Boletín Oficial del Estado: se trata de cumplir las previsiones de la ley de Educación. Y en el primer caso se habla, además, de la "larga tradición y reconocido prestigio" del cuerpo beneficiado. Lo primero no parece demasiado convincente, porque habría de justificar la premura mostrada aquí, mientras que otras promesas, como la gratuidad, no parecen más próximas a su. cumplimiento que la conversión de la Rusia soviética al corazón de Jesús. Lo segundo, en cambio, ofrece posibilidades mucho más ricas. En primer lugar, demuestra que la huelga previa no tuvo influencia ninguna: se trata de algo más profundo. Esto nos pone ante un amplio abanico de posibilidades insospechadas: por ejemplo, el empresario obligado a ceder ante sus obreros en huelga siempre podrá alegar que no lo hace porque las reivindicaciones sean justas o la situación insostenible: la verdadera razón es que el prestigio y la larga tradición de lucha de sus asalariados merecen eso y mucho más. Y, volviendo al terreno académico, es de admirar la audaz versión en el campo del derecho administrativo del dogma teológico de la comunión de los santos: así, la labor ejemplar de don Antonio Domínguez Ortiz, daría a todas las malas tesis doctorales cometidas por sus colegas el valor de que, en sí mismas, carecen.

Tradición de lucha

Entrando en algunos detalles enojosos, por los que pedimos perdón al sufrido lector, si comparamos las pruebas de estas oposiciones restringidas con las de las generalizadas, veremos que de los seis ejercicios de éstas se han suprimido dos (el práctico y el de temas propuestos por el tribunal), precisamente aquellos más difíciles para quien no domina una disciplina. Otros dos, los más importantes -aunque desgraciadamente no se reconozcan como tales hoy-, la exposición de los méritos del opositor y de su concepto y método- de la asignatura, pierden, vergonzosamente, su carácter público, tal vez por estimarse que el opositor, restringido -por así decir- de alma sensible y pública, pueda sufrir demasiado al exponer sus méritos coram populo, cosa que no sucedería con el opositor ordinario, más descarado y garboso. Sólo quedan dos ejercicios, una lección elegida por el opositor y otra elegida por el tribunal de entre varias sacadas a suerte.Como puede verse, tales oposiciones son no ya restringidas, sino privilegiadas.

Antes de proseguir, tolérensenos protestas de despego gremial. Por una parte, todo el mundo sabe que entre los catedráticos de instituto hay personas de indudable valor académico y científico. Pero esta no es una propiedad que acompañe necesariamente a la condición de funcionario, por lo que concluir la primera a partir de la segunda es incurrir en un tipo de falacia fustigado por Hume. Por otra, la incompetencia, incluso clamorosa, no es precisamente infrecuente entre los profesores universitarios, sean numerarios o no. No puede decirse que la situación de la Universidad sea muy halagüeña, con unos catedráticos que no ejercen su omnímodo poder con más parsimonia que durante el franquismo; unos agregados dispuestos a convertir en problema central de la universidad el de su inevitable ascenso a catedráticos; unos adjuntos cuyo altruismo y pasión por la universidad se manifiesta más que nada en peticiones de oposiciones restringidas y aumento de sueldo; y unos profesores no numerarios dispuestos, ¡ay!, a convertir en alabanzas sus justas críticas siempre que se les hiciese beneficiarios, y por una vez no víctimas, no ya del festín, sino de sus migajas. (Como prueba del gremialismo existente, somos humanamente incapaces de refrenar el malsano deseo de citar el comunicado de las asociaciones de catedráticos y agregados de instituto, que manifiestan (EL PAIS, 16-V-79) "su pesar ante el aumento de retribuciones complementarias a los adjuntos de universidad".

Las conclusiones de este ejercicio de justicia distributiva son inevitablemente pesimistas. En estas circunstancias sería de desear, aunque no de esperar, que las medidas adoptadas por las autoridades tendiesen a elevar de algún modo la altura de la enseñanza e investigación en la universidad y no a deteriorar aún más la precaria situación actual. Porque, desengañémonos, mala es la universidad y malos son los institutos, pero al menos los universitarios tienen la obligación de especializarse e investigar, cumpliéndola en alguna medida, mientras que la actividad de los profesores de instituto es muy otra. Ahora bien, ex hypothesi, si los numerarios disponen, por el mero hecho de serlo, de una preparación superior, ¿por qué ofenderles con restricciones privilegiadas? A nadie escapa que la razón de ser de las medidas proteccionistas es la defensa de productos de baja calidad intapaces de soportar la libre competencia con otros.

Mala es la Universidad

Si no la causa, al menos el efecto de estas medidas será el de hacer cada vez más acuciante la necesidad de crear universidades privadas capaces de suplir el desastroso funcionamiento de las estatales, empleando el sencillo procedimiento de contratar directamente a las personas valiosas, a las que se conoce sin necesidad de oposiciones. No cabe interpretar de otro modo la "máxima urgencia" con que se dictan las normas anteriores, frente a la lentitud y abulia con que se contrata a personas cuya solvencia científica está por encirpa de toda oposición, como señalaba muy acertadamente un reciente editorial de este periódico (24-III-79). Recordemos, una vez más, a Castilla del Pino o Sacristán.

La "Aufhebung" de Cavero

Es bien sabido que, hace ya más de cien años, un conocido científico social puso cabeza abajo, genialmente, a Hegel. Los especuladores educativos de nuestros días están poniendo patas arriba a Ortega y Gasset, el filósofo para el que mejoraría la educación cuando cada profesor ejerciera su menester en el escalón inferior al ocupado. La Aufhebung de Cavero, que les hace ascender -con un buen empujón, eso sí- uno o varios peldaños, no nos parecerá menos admirable, una vez vislumbrada la lejana meja.

¿Cual puede ser esa meta? Durante los cuarenta años, la universidad española ha recorrido penosamente el áspero camino que va de la nada cultural de la postguerra a la más absoluta miseria, alcanzada hace todavía pocos años. El señor Cavero y sus colaboradores han venido a iluminar lo que estaba borroso, si no oscuro, a convertir en voluntad firme y decidida lo que era indolencia rayana en la morbidez, a sustituir la inquieta perplejidad por la sólida certeza, y a señalar al universitario, con el norte perdido tiempo ha, el ambicioso destino deseado: la apoteosis de la mediocridad.

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