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Roma, 360 AD

Al final del Imperio de Constancio, el cristianismo llevaba ya medio siglo disfrutando de una posición privilegiada en el Estado romano, dentro de una presunta libertad de cultos. Veinte años después, y para salir al paso de tantos trastornos como los provocados por la apostasía de Juliano, Teodosio instaurará la confesionalidad cristiana del Estado, sin más que transformar aquellos numerosos privilegios en una ortodoxia oficial. A la luz de los hechos anteriores y posteriores, el edicto del 380 se debe considerar como una estricta medida política, una caracterización más del poder que al tiempo que acota y reduce la clase que aspira a detentarlo lo inviste de la determinación ideológica de todo partido único. En lo sucesivo, y al igual que el presidente americano tendrá que ser WASP, será obligado que el emperador de Roma sea SLAC: soldado, latino, aristócrata y cristiano.En sus tres siglos de existencia, la confesión. cristiana -salida de las clases más humildes- se convertirá en un formidable vehículo de acceso al poder. En verdad, nunca aspiró a otra cosa y las palabras de Cristo, tomadas al pie de la letra, no dejan dudas al respecto. Para aquellas fechas el Imperio -cercenada para siempre su expansión- necesitaba un programa distinto al mero crecimiento de su poderío, un plan de subsistencia y un arsenal de ideas para concebir un futuro mejor y que los armeros de Cristo suministrarían con prodigalidad. Aquel mesianismo judío de cara de perro sólo en la política podía encontrar satisfacción a sus de mandas taumatúrgicas y la muerte de Cristo, sin haber logrado consolidar el reino de los justos, alumbrará forzosamente el ideal cesaropapista. Bajo la doctrina del amor a Cristo y la igualdad de los justos se esconden verdaderas aspiraciones a la ideología única.

La entrada del cristiano en la arena política introduce resueltamente el tinte ideológico en toda la política del Imperio. Se diría que antes de ello la lucha por el poder era más descarada, no necesitada de pretextos teóricos, interpretaciones históricas ni visiones del futuro Estado; en esa competición movilizó en el mismo sentido a otras confesiones, hasta entonces más apáticas e indiferentes respecto a la lucha por el poder, que en la Roma del siglo IV desarrollarán un papel muy parecido al de los partidos políticos de hoy: como timbrados ideológicos de las distintas sectas que buscan las más altas magistraturas. No será raro, por consiguiente, que en esos cincuenta años de vida pública el cristianismo produzca ese asombroso número de cismáticos, herejes, apóstatas, renegados y sectarios. Las sediciones sólo estallan dentro de cuerpos ambiciosos, operativos y pujantes, en las antesalas del poder. Bajo los altos y combados techos que los cobijan, entre los roídos cortinajes de la decadencia, los viejos patriarcas de un credo anacrónico sonríen ante la posibilidad de un cisma.

Hacia el año 360 sólo Roma -sin contar Constantinopla, Antioquía, Efeso y Alejandría (la más inquieta e intrigante de todas las metrópolis)- producía unas diez disidencias religiosas por semana, al decir de Eusebio. El mundo de la ideología cristiana rugía de pasión y encono. «Por los caminos», dice Ammiano Marcelino, con un desparpajo inimitable, cuando describe los últimos momentos del imperio de Constancio, «pasaban multitudes de obispos a discutir en lo que ellos llaman sínodos, para hacer triunfar esta o aquella interpretación; y tantas idas y venidas concluyeron por agotar el servicio de transportes públicos». Así de Fino: rei vehiculariae succideret nervos.

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Lo mismo que la España de hoy, exactamente igual. Las ideologías -que un ministro de la última dictadura, enterrador aficionado, quiso sepultar en vida- se han apoderado de la calle, no dejan una semana de manifestarse, cortan el tráfico, tapizan las fachadas con sus carteles y graffiti, ocupan las sedes de los congresos y (salvo una penúltima, dedicada al deporte y la bolsa) acaparan las páginas de todos los diarios. Las reformas, los cismas y las herejías se suceden por semanas. No bien unos franquistas abandonan a Franco, el comunismo vuelve la espalda al Kremlin, los socialistas bajan su mirada sobre los presupuestos municipales para dejar que Marx siga contemplando paralizado una mañana irreal. Junto a los fervorosos amantes de los colores del parchís, los honrados y eficientes celadores de la administración, de traje oscuro; los émulos de Bismarck y Mussolini (esto es, la barbilla siempre en alto) se rozan con los profetas de nuevo cuño, vestidos de patchwork, que con una cinta al pelo para hacer frente al Estado afirman ideológicamente carecer de ideología. Y aún queda sitio para unos seráficos ecologistas, poco menos que atentos sólo al buen estado del jardin, como algunas heroínas de Walter Scott.

La verdad es que tanta afición a la ideología política produce un poco de asombro. El profano piensa que en un país pobre como el nuestro la escasez de recursos impone una ley mucho más drástica que cualquier teoría política, que si llega al poder sólo podrá administrar, de acuerdo con sus convicciones, una parte muy reducida del erario. Aparte de llegar al poder (y aparentar su control), ¿qué pueden hacer las diversas sectas? ¿Y por qué darán tanta importancia a diferencias ideológicas que a la hora de gobernar producirán infinitésimos? Tanta clase de derecha y de izquierda, ¿para qué? Lo cierto es que para abordar la cosa pública, nuestro país -como tantos otros- sólo tiene dos salidas: capitalismo o socialismo, y lo demás son zarandajas. Las diferencias sectarias en el seno de cualquiera de los dos bloques sólo cuentan para los políticos- al resto del país le dejan frío, porque sabe que sólo esas dos concepciones masivas -derivación actual de esas derechas e izquierdas un tanto vergonzosas y anacrónicas- jugarán en su desarrollo político. Y -los fascistones, los acratillas- aquellos otros que rebuscando en las ideologías tratan de hallar otras salidas ante el acoso de esa tenaza no parecen tener otra función que la de animar la fiesta, aun a costa de agotar el servicio de transporte público.

Ni el capitalismo ni el socialismo pueden sostenerse solos ni proclamarse ideologías puras. Ambos participan de principios de su opuesto y ambos se necesitan para sobrevivir. Ambos son anticuados y, en buena medida, ineptos. Parodiando a un pensador neokantiano de principios de siglo, cabe decir que tan inexacta es la economía capitalista como falsa es la socialista. Su única modernidad tal vez consiste en su avenencia, en su disimulado matrimonio, y la promesa de que de su trato conyugal surja una nueva estirpe de hombres e ideas que arrincone definitivamente esos dos gastados y pugnaces sistemas que tras 150 años de uso pueden ir solicitando su ingreso en el asilo.

Pero el mayor peligro será, sin duda, que tengan un hijo único que, heredero de los caracteres paternos, se sienta obligado a asumir el papel que a partir del 380 Teodosio asignó a la doctrina cristiana, para grave perjuicio del mundo civilizado.

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