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Tribuna
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La televisión, pendiente

Parece decidido que uno de los primeros cometidos del Parlamento que acaba de constituirse formalmente sea la discusión del estatuto que regule la Televisión en España. Al barruntar su inminencia, cada cual se apresta a obtener la mejor tajada posible de su texto, en un notable alarde de desinterés hacia el telespectador. Porque de todos los lados surgen ideas y opiniones que favorecen los intereses de grupos o partidos antagónicos, sin que en ningún momento se plantee la televisión que los espectadores españoles quieren y merecen.En el almacén de los rumores se guardan desde hace semanas los nuevos nombres con los que se piensa denominar a los altos cargos y los retratos-robot de las personas que deben ocuparlos. Se duda aún sobre si debe dejarse escrito que la televisión es un monopolio del Estado o si sería más adecuado dejar una espita por la que pudieran colarse las emisoras privadas. En el balance entran las presiones económicas, las conveniencias políticas y los intereses personales. Nadie se ha planteado la oportunidad de realizar encuestas entre los profesionales que deben llevar a cabo diariamente la puesta en marcha de las emisiones y tampoco parece importar demasiado conocer los deseos del español medio a quien se destinan los programas. La impresión general es de pasteleo, al que conviene más la confusión de enunciados teóricos que el desarrollo de esquemas y propuestas prácticas.

Si es cierto aquello de que «explicación no solicitada, culpabilidad reconocida», comenzaré por declararme culpable, ya que nadie fuera del entorno familiar me ha pedido opinión sobre cómo estructurar la televisión en España. Pienso, no obstante, que las discusiones parlamentarias deben contar con algún punto de partida diferente de los esquemas doctrinales hechos públicos por los partidos. Con voluntad constructiva y sujeto a todas las críticas, he preparado el mío.

Dos cadenas estatales

Dirigidas por profesionales distintos a los que se dotaría de «plena capacidad ejecutiva», las dos cadenas deben entrar en una abierta competencia. Las reglas del juego serían idénticas para ambas cadenas y debería quedar reflejado que su objetivo primordial sería ganarse la atención del telespectador.

Para subsanar el actual desequilibrio se arbitraría un presupuesto especial, destinado a lograr una completa equiparación en la cobertura del programa en UHF, cuya ejecución sólo plantea dificultades económicas.

Cada director de cadena elegiría su equipo directivo y plantearía su programación. La Dirección General marcaría, de acuerdo con el Parlamento, unos porcentajes fijos mensuales de emisiones culturales, emisiones infantiles y juveniles, emisiones especiales y espacios ofrecidos a cada partido político para la exposición de sus planteamientos. Por la Dirección General se dictarían igualmente las horas tope para la apertura y cierre de las emisiones. Dentro de esos límites, cada cadena emitiría la programación que estimase más oportuna durante el número de horas que creyera adecuados para satisfacer a la audiencia.

El presupuesto semestral para cada una de las dos cadenas se fijaría por la Dirección General conforme al éxito de sus programas entre los telespectadores. Durante el primer año los presupuestos serían idénticos para equilibrar las posibilidades de ambas cadenas; pero a partir de entonces se distribuirían por un sistema de proporcionalidad a la audiencia demostrada. Con ello no sólo se premiaría la calidad de los espacios de una cadena en detrimento de la otra, sino que además se elevaría a primer plano la importancia del telespectador.

Obviamente, los precios de los bloques publicitarios se arbitrarían por la gerencia de publicidad, en proporción a esa misma audiencia. La responsabilidad empresarial de hacer la televisión con un presupuesto cerrado semestralmente avivaría el ingenio de los equipos directivos, ya que por el Ministerio de Hacienda se nombrarían inspectores que vigilaran el desarrollo administrativo de cada cadena tanto para evitar la comisión de posibles abusos como para certificar que las partidas globales se ajustaban a los presupuestos otorgados.

Cada cadena soportaría a su cargo el mantenimiento y renovación de su red, y sería competencia de la Dirección General la vigilancia constante de las mismas para que el mantenimiento y las renovaciones se cumplieran escrupulosamente.

Con unas bases, aparentemente tan sencillas, el telespectador podría comprobar que ni el ingenio está agotado en nuestro país ni sus gustos en materia de televisión resultan tan inalcanzables. Sustituir el actual enmarañamiento de disposiciones legales y trabas administrativas por la agilidad y la dinámica empresariales de dos cadenas en abierta competencia bastaría para demostrarlo.

La Dirección General

Eslabón entre el Parlamento, la Administración y las dos cadenas, la Dirección General cobraría capital importancia en este esquema. Su función principal sería la de comprobar que la televisión que se hiciera era la que se debía hacer, vigilando los intereses de los telespectadores en todos los campos.

Junto a la Dirección General, dependientes de elIa y separadas de la guerra profesional entre las cadenas, se encontraría la Jefatura Técnica, garante de la calidad formal de las emisiones. La Dirección Administrativa, encargada del ajuste presupuestario y la distribución de las partidas a cada cadena, tendría igualmente a su cargo la máquina burocrática de toda la Dirección General. Cobraría relieve el Gabinete de Audiencia, que se convertiría en el autorizado baremo del raiting de cada espacio. La Gerencia de Publicidad centralizaría las peticiones de los anunciantes y establecería los precios de cada bloque de acuerdo con la audiencia demostrada. Y, por último, junto a otros servicios centrales, se establecería una Dirección de Medios Técnicos, destinada a la explotación de estudios, máquinas e instalaciones que para entendernos serían de la Dirección General y se alquilarían a cada cadena cuando los solicitasen. Los precios que se establecieran atenderían a sus costos reales y permitirían la constante renovación del material y una explotación racional y rentable de las instalaciones.

El director general tendría asimismo la facultad del nombramiento y cese de los directores de las cadenas, conforme a una normativa que establecería el Parlamento. Podría desprenderse de unas responsabilidades de programación que, hoy por hoy, le siguen incumbiendo y dedicarse plenamente al cometido gerencial.

La cadena de "las autonomías"

Como opción diferenciada de esos dos programas competitivos, se procedería a la instalación en el plazo máximo de dos años, de una tercera cadena, compuesta por tantas emisoras como entidades autónomas quedasen formalmente establecidas en España. Su programación y su gestión económico-administrativa serían totalmente ajenas a las dos cadenas estatales.

La cobertura de cada una de esas emisoras vendría delimitada por su propio contorno autonómico, pudiendo asociarse libremente entre sí para acometer proyectos comunes o para la producción de programas de elevado coste. Todas ellas formarían una tercera cadena. Al frente de su órgano rector se encontraría el director general de Radiodifusión y Televisión, como árbitro de las diferencias que entre ellas pudieran surgir y a fin de facilitar y garantizar las frecuencias en que cada una debería emitir.

Estas emisoras de la cadena de las autonomías se formarían como sociedades de capital mixto. El 51% de las acciones correspondería al propio organismo autonómico y el 49% restante se licitaría proporcionalmente entre las entidades y empresas que con justicia pueden sentirse perjudicadas por la publicidad y los programas de la televisión: empresas periodísticas, cines, teatros y salas de espectáculos en general. Sería condición inexcusable el que las empresas estuvieran radicadas dentro de los límites del organismo autónomo. Sólo en el caso de que la emisión de acciones de ese 49% no fuese totalmente cubierta saldría a pública subasta el porcentaje restante en las condiciones que el consejo autonómico estableciera y sobre la base de que nadie podría adquirir por ese procedimiento más del 2% del total del capital social.

El presidente de cada una de esas emisoras sería designado por la autonomía correspondiente, mientras que el director ejecutivo de la sociedad lo elegirían los poseedores del resto del capital, por un período de cuatro años. De esta manera se garantizaría una gestión empresarial competitiva con las cadenas estatales, al tiempo que se mantendría el control autonómico, para que los deseos de sus espectadores no resultasen alterados.

Ni que decir tiene que estas emisoras tendrían carácter publicitario, cuyos beneficios representarían una eficaz ayuda para el Gobierno autonómico y una justa compensación para las empresas privadas que participaran en ellas. El establecimiento de estas emisoras traería consigo el fomento de las agrupaciones artísticas regionales de todo género y los alumnos del conservatorio de cada zona tendrían insospechadas ocasiones de confrontar públicamente su valía. Todo ello traería consigo la creación de miles de nuevos puestos de trabajo directa o indirectamente relacionados con la implantación de las emisoras.

Emisoras universitarias

Las exigencias de nuevos profesionales perfectamente capacitados, que este esquema representaría, llevaría a la conveniencia de conceder a cada distrito universitario la licencia pertinente de instalación de emisoras universitarias. Tendrían una pequeña potencia y carecerían de publicidad en sus emisiones. Habituarían a los, estudiantes a la práctica de los diferentes cometidos profesionales y su beneficioso resultado no se tardaría en recoger. Dirigidos por competentes profesionales, deberían poner diariamente en antena una programación cuyos límites de contenido quedarían fijados por el Parlamento.

El rector de cada Universidad sería el responsable máximo de la emisora de su distrito y la Dirección General de Radiodifusión y Televisión prestaría gratuitamente la apoyatura técnica necesaria para la puesta en marcha de sus instalaciones.

Una televisión definitiva

Con este esquema, en sólo dos anos los espectadores españoles contarían con una variedad de programas suficiente para sentirse informados, formados y entretenidos.

1. No se lesionarían los intereses de las empresas periodísticas ni del mundo del espectáculo, ya que su participación en el tercer programa sería activa.

2. Surgirían miles de nuevos puestos de trabajo, creados directa o indirectamente.

3. Se satisfarían los deseos expresados por muchas comunidades autónomas de contar con una programación específica, y si así lo decidieran, en su lengua vernácula.

4. Se evitaría el desequilibrio que la libre instalación de emisoras privadas produciría entre unas zonas y otras del país, ya que en buena lógica el capital privado sólo atendería a los grandes núcleos de población en los que se hiciera rentable su empresa.

5. Permitiría la renovación de los programas de una cadena mediante el simple cambio de su director, sin que toda la Dirección General se viera afectada con el fracaso parcial de uno de sus elementos.

6. Y, sobre todo, no repercutiría en los Presupuestos Generales del Estado, ya que la dinámica de cada una de las empresas así formadas obligaría a la adecuación de sus programas a los límites presupuestarios buscando su inmediata autofinanciación.

En definitiva, se evitaría la proliferación de pequeñas emisoras de incontrolable calidad y se daría al espectador la mejor televisión que los profesionales son capaces de hacer. Pensando decididamente en el hecho de que «el telespectador es la finalidad última de la televisión», este esquema, sujeto a todas las críticas y perfeccionamientos, podría servir de alguna ayuda para que, tras aprobarse el Estatuto por el Parlamento, no sigamos con una Televisión pendiente, sino con una Televisión definitiva.

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